La reconstitución de la ideología proletaria

 

Uno de los problemas centrales en la labor de reconstitución de la ideología proletaria es la construcción de cuadros y, en primer lugar, el esclarecimiento de la naturaleza política del militante comunista. En la medida que el aspecto principal de la contradicción principal en la actual fase del proceso de Reconstitución nos obliga a centrar nuestra atención en el estado actual de la vanguardia marxista-leninista, la definición de su componente individual y de los requisitos que debe cumplir como portador y defensor de la teoría de vanguardia cobra la mayor importancia. Si una vez reconstituido el Partido Comunista el problema del militante individual pasa a un segundo plano, al quedar subsumido en una entidad superior como es la colectividad orgánica del partido (pues, precisamente, su existencia presupone que ya se han solventado los problemas a los que aquí y ahora nosotros nos enfrentamos y que estará establecido el correcto mecanismo de integración del militante), en la etapa de Reconstitución la formación del miembro de vanguardia, del dirigente proletario o del cuadro comunista, resulta crucial como pilar básico del destacamento de vanguardia marxista-leninista. En tanto que este destacamento no constituye aún el organismo político proletario cualitativamente superior, como colectivo es todavía en gran parte suma de voluntades, y, por tanto, la actitud y la aptitud individuales adquieren el mayor relieve. La transformación de la voluntad comunista individual en conciencia revolucionaria se convierte en una de las tareas más importantes y apremiantes para el fortalecimiento de la vanguardia marxista-leninista y para el éxito de su lucha por la reconquista de la posición de vanguardia ideológica del proletariado.

En este sentido, los elementos heredados del estilo de trabajo revisionista que aún arrastramos, junto a la deriva sindicalista en nuestra línea de masas, nos han obligado a rememorar los términos de la polémica de Lenin con los economistas y los mencheviques acerca del carácter del miembro del partido. En 1902, en su ¿Qué hacer? y frente a la propuesta de practicar el sindicalismo como actividad principal de los miembros del partido que presentaban los economistas , Lenin defendió que se debía “hacer de los militantes socialdemócratas dedicados a la labor práctica líderes políticos”[1], e insistió en que “nuestra misión no consiste en propugnar que se rebaje al revolucionario al nivel del militante primitivo, sino en elevar a este último al nivel del revolucionario” [2]; al año siguiente, en el II Congreso del partido obrero de Rusia, Lenin volvió a enfrentarse contra quienes querían rebajar la cualificación política de los militantes revolucionarios. Esta vez contra el líder menchevique Mártov y con motivo del artículo 1º de los Estatutos, que definía al miembro del partido, inquirió a la asamblea si consideraba que cualquier huelguista o cualquier charlatán podrían ser considerados miembros del partido. De alguna manera, nosotros nos encontramos, ahora, ante una disyuntiva parecida; de alguna manera, se nos han presentado como inaplazables en su solución los interrogantes relativos a qué entendemos por militantes de vanguardia en función de las actuales necesidades de la Reconstitución, ¿los líderes prácticos o los cuadros formados íntegramente en todos los aspectos, teóricos y prácticos, de la dirección proletaria?, y de cómo educamos a esa vanguardia, ¿con la perspectiva amplia del proceso histórico de emancipación del proletariado, o en la inmediatez del trabajo práctico?, ¿educamos a la vanguardia en la escuela del estratega o en la del líder dirigente de una huelga?.

Georg Lukács, destacado comunista húngaro, dijo en una ocasión que, para su generación, la figura de Lenin había supuesto una auténtica revelación desde el punto de vista del modelo de dirigente revolucionario. Y no nos debe extrañar, porque Lenin es el primer gran dirigente revolucionario que adopta la posición del estratega en la dirección política de la lucha de clases proletaria. Efectivamente, desde 1830, el jefe revolucionario era el cabecilla del estrecho círculo conspirativo y clandestino y el líder de barricada. Ni siquiera el partido obrero más potente y organizado de Europa, el partido socialdemócrata alemán, pudo oponer otra alternativa a este tipo de liderazgo fuera del tribuno parlamentario. Lenin, por el contrario, representa al líder de las masas en movimiento, al jefe de los cientos de miles y de los millones de obreros en acción, dibuja a la perfección el perfil necesario del dirigente de las vastas masas que la revolución proletaria pone en movimiento. A diferencia del líder de barricada, que sólo puede dirigir una acción militar, que se identifica con ella y que hace depender todo el curso de la lucha de esa sola acción, reduciendo con ello toda la capacidad, intensidad y profundidad del movimiento político al margen que puedan otorgar unas pocas maniobras tácticas, Lenin, por el contrario, aplica a la dirección del movimiento una perspectiva estratégica, es decir, el método de combinar acciones tácticas en función del objetivo estratégico, subordinando siempre aquéllas a éste y utilizando absolutamente todos los medios posibles, políticos y militares, en relación con cada fase del movimiento. Lenin nos enseñó que no puede haber un verdadero método de dirección de la clase si no se combate la tendencia espontánea a contemplar la lucha de clases desde la perspectiva del instrumento táctico que estemos utilizando en cada momento: la tendencia al sindicalismo o, en general, al economicismo cuando tratemos de ganarnos a las masas en los frentes de resistencia y de construir el Frente Único; la tendencia al parlamentarismo cuando abramos el frente de la lucha de clases en el parlamento burgués; la tendencia al militarismo cuando declaremos abierta la guerra contra el capital, etc.

Si se nos permite utilizar el paralelismo con el arte de la guerra, podemos decir que Lenin significa, para el arte de dirección política proletaria, la cúspide que para la historia militar supuso la figura del comandante del ejército de la Unión durante la Guerra de Secesión norteamericana (1861-1864), Ulysses S. Grant. Hasta las guerras napoleónicas, la guerra estuvo dominada por el concepto táctico. Aunque, a diferencia de Alejandro, Napoleón no interviniese personalmente en la batalla y permaneciese en la retaguardia, el corso se ubicaba en una posición desde la cual observaba el campo de batalla y dominaba todo el curso de las operaciones. Así, la comandancia participaba directamente en la batalla, con lo que las maniobras tácticas constituían el elemento principal del modo de conducir la guerra, por lo que ésta misma dependía casi siempre del desenlace de una batalla. Pero Grant transforma este concepto de la guerra invirtiendo la relación estrategia-táctica al otorgar a la primera la función principal. De esta manera, Grant comienza incluyendo en la balanza del poderío militar aquellos factores externos que son la base del modo de vida de una nación, empezando por su potencia industrial y sus recursos humanos; y, en segundo lugar, pone el acento en la logística necesaria para que el potencial material de la nación sirva de soporte permanente de una enorme y poderosa máquina de guerra. El campo de batalla es, pues, el último punto de la atención de la comandancia militar. De hecho, Grant se sitúa siempre en la retaguardia de las batallas, sin establecer contacto físico con el frente, operando en función de informes que le tienen al tanto del estado de todos los frentes. La batalla en curso se subordina al plan general militar: la guerra ya no depende de una sola batalla, sino de todo un conjunto de operaciones que persigue alcanzar un único objetivo estratégico. El nuevo concepto de la guerra se correspondía con las condiciones de la nueva era que se abría paso con el capitalismo industrial, cuya expresión más pura y avanzada se estaba dando, y no por casualidad, precisamente en el mismo suelo que la forma más avanzada de conducción del arte militar.

Traduciendo los términos militares a los de la polémica política de Lenin con los mencheviques, se trata de adoptar la táctica-plan frente a la táctica-proceso que defendían éstos. De este modo, concluimos que el líder bolchevique representa un estadio superior de desarrollo, similar al alcanzado por Grant en el arte de la guerra, en los métodos de dirección política de la lucha de clases del proletariado. Y este debe de ser el modelo en el que inspirarnos a la hora de abordar las cuestiones relacionadas con la formación comunista y la elevación de nuestros militantes al nivel del revolucionario, a la hora de acometer la tarea de la construcción de los futuros cuadros dirigentes del proletariado. Debemos, pues, educar estrategas, no jefes militares de barricada, ni sindicalistas, organizadores de huelgas o agitadores (el desarrollo del movimiento ya procurará que las propias masas destaquen, en el momento necesario, jefes de este tipo); debemos elevarnos en nuestra formación hasta situarnos a la altura que exige ese salto cualitativo que históricamente puso en primer plano la estrategia sobre la táctica en el arte militar, la revolución sobre la huelga en el terreno de la lucha de clases del proletariado, y el Partido sobre el Sindicato (o el partido obrero de viejo tipo) en el de su organización.

Es en este sentido que Lenin insistía en su ¿Qué hacer? en que el buen dirigente revolucionario no es el “secretario de tradeunión” [3], que orienta la lucha económica de los trabajadores, pues no se trata únicamente de la contradicción capital-trabajo. Por el contrario, al obrero sólo se le puede dotar de conciencia política de clase –decía Lenin– desde la esfera “de las relaciones de todas las clases y sectores sociales con el Estado y el Gobierno, la esfera de las relaciones de todas las clases entre sí”[4], y añadía: “si [el revolucionario] es partidario, no sólo de palabra, del desarrollo polifacético de la conciencia política del proletariado, debe ‘ir a todas las clases de la población'” [5]. El cuadro de vanguardia, pues, debe elevarse hasta la perspectiva superior que le permita observar y estudiar desde arriba todo el escenario de la lucha de clases, y combatir toda tendencia que empuje hacia la perspectiva del movimiento por el movimiento , la perspectiva desde abajo que impide una contemplación completa de todos los acontecimientos relacionados con la pugna entre las clases. Sin embargo, aquel elevarse requiere previamente cierta talla intelectual , una actitud mental que de alguna manera debe ser adquirida, porque no es innata, no es espontánea ; requiere una preparación, un entrenamiento, una instrucción que capacite al cuadro comunista para la educación y la dirección revolucionaria de las masas.

En los últimos tiempos, la burguesía ha dejado constancia de que tiene muy presente la importancia de la cualificación de los cuadros para la dirección del desarrollo social. No cabe duda de que, en esa cualificación, juega un gran papel la formación cultural y la instrucción en el saber, y tanto más para el proletariado por cuanto su conciencia se construye –como ya hemos dicho– desde la ciencia. Sin duda alguna, la normativa promulgada por el anterior gobierno del PP, la Ley Orgánica de Universidades (LOU), ley que restringe el acceso de las masas a la educación superior, y la Ley Orgánica de Calidad de la Enseñanza (LOCE), que las aleja de la posibilidad de recibir una formación cultural integral, promoviendo la especialización prematura –y, a ser posible, puramente técnica y práctica– del alumnado, persiguen como fin precisamente obstaculizar la relación del proletariado con la cultura, y con ello, dificultar el desarrollo de su conciencia como clase y la construcción de sus cuadros políticos. Con estas leyes [6], la burguesía nos está diciendo que prefiere que los futuros dirigentes del proletariado se formen en el sindicato y en el movimiento práctico de masas y que la Universidad no influya en absoluto en esa formación; nos está diciendo que formemos cuadros de agitadores antes que de propagandistas, que cultivemos dirigentes prácticos y no teóricos, que formemos tácticos, no estrategas; en definitiva, está induciendo a la clase obrera a educar a sus dirigentes en la solución de sus problemas inmediatos y no en la comprensión de los problemas globales de la transformación social y de la dirección de esa transformación, en la elevación hacia la perspectiva revolucionaria, hasta el punto de vista del comunismo, ese punto de vista que Marx y Engels ya exigieron que expresase “los intereses del movimiento en su conjunto”[7] . La ofensiva de la burguesía contra la participación de las masas en y de la cultura coincide, precisamente, con un momento en que los destacamentos más avanzados del proletariado comienzan a replantearse los problemas relacionados con el papel de la ciencia en la formación de la conciencia de la clase y en el de la construcción de sus cuadros dirigentes desde una perspectiva amplia e integral, no economicista, y los relacionados con el vínculo existente entre la cultura y la reconstitución ideológica del comunismo. Tal vez se trate de una casualidad, pero por desgracia coincide con una coyuntura de repliegue y debilitamiento proletario y de fortaleza de la burguesía. Lo que sí está claro, al menos para la burguesía –y debe empezar a estarlo también para nosotros–, es la importancia que para la lucha de clases en general tiene la cuestión de qué clase posee el saber y los resortes educacionales necesarios para difundirla, y entre quién está dispuesta a hacerlo; lo que está claro, también, es que esta es una batalla de clase crucial, de importancia estratégica, de cuyo resultado dependerá en gran parte el futuro éxito a largo plazo de la Revolución Proletaria.

No sólo de la actualidad de la lucha de clases extraemos lecciones que nos indican la importancia de la preparación de cuadros como condición para dotar a todo futuro movimiento de masas de un carácter revolucionario, también la historia nos señala en la misma dirección. Sin ir más lejos, algunas conclusiones derivadas de nuestro análisis de la Revolución de Octubre nos muestran lo decisivo que puede ser que las masas aprendan , ya durante el capitalismo, lo máximo posible sobre el manejo y dirección de las fuerzas productivas como requisito de independencia de la clase y como primer paso para su aprendizaje en la futura gestión y dirección de toda la economía social. Concluíamos que esta enseñanza debía ser llevada en su momento a nuestra política sindical en la forma de las reivindicaciones concretas que hagan posible aquel objetivo. Pues bien, ¿por qué no aplicar esta lección al problema de conjunto de la dirección política de la clase obrera, tanto antes como después de la conquista del poder?, ¿es que, acaso, no hay que aprender a ser dirigente ?, ¿es que la dirección del Partido, la dirección de las masas por éste y, posteriormente, la dirección de toda la sociedad no exigen, en cada una de esas etapas, el dominio de ciertas técnicas de dirección, no requiere de conocimientos que no se pueden adquirir de forma espontánea, sino mediante el aprendizaje por el estudio y la experiencia?.

La idea misma de preparación , de aprendizaje , relacionada con la tarea primordial de la construcción de cuadros como medio para el fortalecimiento de la vanguardia marxista-leninista y de su posición en la lucha de dos líneas en el seno de la vanguardia teórica, nos informan de que la naturaleza del punto de partida en el que debemos situarnos es esencialmente teórica . Asimismo, lo confirma el objetivo que nos hemos marcado al definir las cualidades del cuadro comunista siguiendo el modelo que representa Lenin, las cualidades del estratega. Pero, ¿en qué sentido debe ser entendido esto? Desde luego, en el de alejarnos del aprendizaje práctico, de las enseñanzas de las luchas a pie de calle . Debemos combatir toda propuesta o toda tendencia que favorezca el cultivo de la práctica frente a la teoría, que traiga consigo la educación política en la escuela de la práctica, de la organización y del trabajo cotidiano (practicismo) frente a la educación en la escuela del estudio teórico y de la elevación intelectual del militante; debemos combatir toda actitud teórica o práctica que conduzca a la infravaloración del papel de la teoría en la formación de los cuadros comunistas y que implique la minusvaloración de todo esfuerzo, individual o colectivo, por elevar cultural e ideológicamente a los militantes de vanguardia. Pero también hay que combatir la idea de la formación teórica en el sentido puramente formal, de que la instrucción de los comunistas consista en un agregado indiscriminado de datos y de conocimientos. En absoluto. Se trata de formar en y desde la ideología proletaria, en y desde el marxismo-leninismo, pero no entendido como filosofía política , sino como concepción del mundo . El objetivo consiste en que los comunistas terminen asumiendo el marxismo-leninismo como Weltanschauung (concepción del mundo), que es la forma verdadera de concebir la ideología proletaria, superior a la forma tradicional –incluso podríamos decir, espontánea – de aprehenderlo que fue dominante durante la mayor parte del Primer Ciclo Revolucionario, el comunismo entendido casi exclusivamente como teoría política. Ésta supone una práctica reduccionista de todo el rico complejo ideológico del marxismo-leninismo, y conduce a una concepción unilateral del mismo. Precisamente y con toda probabilidad, una de las causas de fondo de la derrota del proletariado en ese ciclo haya que buscarla en este déficit ideológico. Al menos, cabe como explicación en la medida que parte de los problemas procedieron de la incapacidad ideológica para dar respuestas políticas acordes con las nuevas situaciones históricas que presentaba el proceso de transformación de la sociedad.

El predominio de la concepción estrecha del marxismo como filosofía política fue un caso general durante todo el Ciclo de Octubre dentro del movimiento comunista internacional. La causa fundamental residía en que los partidos comunistas se fundaron siempre sobre una base programática y bajo un tutelaje externo (la Internacional Comunista). Incluso muchos de los desarrollos ideológicos del principal partido de aquel movimiento, el partido bolchevique –que sí se formó y se desarrolló en virtud de la solución de debates teóricos de profundo calado– se realizan, sobre todo después de la muerte de Lenin –aunque también, en parte, bajo la dirección de éste–, en función de problemas coyunturales, problemas que, además, se resuelven muchas veces de una manera insatisfactoria desde el punto de vista de la relación entre la superación de esas determinadas coyunturas políticas y las exigencias a largo plazo del movimiento hacia el Comunismo.

Ejemplos de esos problemas resueltos de manera insuficiente, y que aquí sólo apuntamos en este último sentido, son: la cuestión del capitalismo de Estado –la economía estatalizada– en la sociedad de transición, que quedó en el aire en el X Congreso del partido bolchevique y que, para el XV, ya había desaparecido como problema casi por arte de magia, al identificarse capitalismo de Estado con socialismo o, si se prefiere, estatalización con socialización de los medios de producción; el irresuelto debate sobre el modo de conducir la transformación de las relaciones sociales en el campo ruso, a partir de 1924 (se consideró un escrito postrero de Lenin titulado Sobre las cooperativas , como el plan leninista de colectivización del campo , cuando, por un lado, era sólo un texto de reflexión destinado para el debate y no una propuesta de resolución del mismo, y, por otro, no atendía a todos los aspectos del problema –como, por ejemplo, la lucha de clases en el campo); el insuficiente desarrollo de la teoría del Socialismo en un solo país como respuesta a las necesidades del progreso de la Revolución Proletaria Mundial a partir de la segunda mitad de la década de los 20, que alimentó una marcada tendencia al nacionalismo (socialchovinismo) en el partido comunista soviético y su desvío hacia la teoría de las fuerzas productivas ; la renuncia a la independencia política del comunismo por mor de una alianza a cualquier precio contra el fascismo con la socialdemocracia y el liberalismo (táctica refrendada por el VII Congreso de la Komintern); la subordinación de la ciencia a los intereses de la política hasta manipular los resultados de aquélla y tergiversar la esencia del marxismo ( caso Lysenko , en Biología, caso Kozyrev , en Astrofísica), etc. Todos estos debates están referidos al caso soviético y, aunque nunca se termina en ellos de romper los lazos con las necesidades de fundamentación teórica que todo desarrollo exige como premisa, sí se percibe una marcada tendencia al predominio de lo coyuntural, a resolver interesadamente en función de las necesidades inmediatas de la línea política o el estado de cosas vigentes.

Si esto sucedía en la organización de vanguardia del movimiento comunista internacional, mucho más acentuada se presentaba esa tendencia al reduccionismo político del análisis marxista en los partidos hermanos , donde en muchas ocasiones se limitaban simplemente a traducir en su interior los resultados políticos de los debates que habían tenido lugar en el seno del partido comunista soviético.

En el Estado español, por su parte, a estas peculiaridades comunes al movimiento general se unen otras particulares debidas a las propias condiciones de la evolución socioeconómica y política del país, y, en particular, al escaso arraigo que en el movimiento obrero tuvo siempre el marxismo. Primero, por la hegemonía del anarquismo durante la época de la AIT; después, cuando en Europa el socialismo de inspiración marxista termina por hegemonizar el movimiento obrero (aunque casi siempre de una manera más formal que real), porque el Estado español quedó al margen de ese proceso. Efectivamente, cuando, a mediados del siglo XIX, Julián Sanz del Río, intelectual con predicamento entre los sectores progresistas que tenían influencia en el incipiente movimiento obrero, visitó Alemania, nación con una efervescente tradición filosófica, con la intención de buscar una filosofía que pudiese enmarcar los proyectos políticos de la burguesía revolucionaria, se encontró con que dos escuelas estaban allí de moda entre las elites intelectuales: el socialismo (sobre todo, Hess, Weitling y la escuela del verdadero socialismo) y el krausismo. Eligió esta última corriente de pensamiento y la introdujo en España, prestando posteriormente las bases teóricas del discurso político de algunos sectores de oposición al sistema de la Restauración y del reformismo liberal de finales del siglo XIX y del primer tercio del XX. En la época en la que Sanz del Río estuvo pensionado por el gobierno español en Alemania, ni el marxismo había aún cuajado como corriente alternativa del socialismo, ni en el Estado español el desarrollo del proletariado era lo suficientemente importante como para que la intelectualidad avanzada fuese sensible a sus necesidades teóricas. En España todavía no se había consumado la revolución burguesa, y ni siquiera había entrado aún en escena el partido democrático (todo esto sucede antes de la Gloriosa Revolución de 1868). Sin embargo, y puesto que la frontera pirenaica permanecía impermeable a la penetración de cualquier influencia del socialismo francés, se perdió una buena ocasión para haber creado tempranamente una escuela de pensamiento socialista en España que hubiera facilitado la creación de condiciones culturales para la posterior recepción del marxismo. Al contrario, floreció el pensamiento humanista y personalista que depositaba en la educación del individuo toda esperanza de renovación. Cuando en el Estado español se crearon el primer partido y el primer sindicato obreros (en 1879 y 1888, respectivamente), en el ambiente intelectual de la época el marxismo no estaba seriamente presente. La influencia del reformismo y de la ideología burguesa fue, en consecuencia, demasiado importante en la fundación de esos órganos del ya sólido movimiento obrero en el Estado español. De hecho, el marxismo nunca constituye la única fuente de inspiración para la política del PSOE (Guesde influye más que Marx en la elaboración teórica y política del partido en sus primeras etapas), y cuando su ala izquierda se escinde para formar el PCE, lo hace más en virtud de los acontecimientos que había provocado en el escenario internacional un evento como la Revolución de Octubre, que como fruto de un proceso interno de deslindamiento político e ideológico. Posteriormente, sólo durante coyunturas históricas de auge de la lucha de clase del proletariado el marxismo recupera su papel protagonista en el proscenio político español: durante la II República y en el tardofranquismo el marxismo se coloca como referencia de primera línea para los sectores de vanguardia de la sociedad y para el movimiento obrero; sin embargo, en ambas ocasiones se presenta en su aspecto sesgado de pensamiento político: alimenta los programas de innumerables grupos y partidos, pero sus líneas políticas no se sostienen sobre una sedimentada tradición filosófica que hubiese familiarizado con la concepción del mundo marxista a promociones de intelectuales y a generaciones de dirigentes obreros. Esta falla acarreará graves consecuencias cuando en la Transición sea derrotada la opción rupturista (ya de por sí, enfocada al modo pequeñoburgués), y con la monarquía parlamentaria vaya desapareciendo gradualmente todo ese movimiento político revolucionario, tras cuyo rastro no quedará absolutamente nada del discurso proletario.

En resumidas cuentas, en la historia contemporánea del Estado español el marxismo no cuajó nunca como escuela de pensamiento, y su historia política apenas dejó testimonio. El hecho de que aquí no podamos mencionar a ningún Kautsky, Labriola o Plejánov, dice bastante por sí solo del papel que las ideas de Marx hayan podido jugar en la orientación del proletariado español en su lucha de clase, pobre en el terreno político y nulo en el teórico. Con esto no queremos insinuar que una de las tareas actuales tenga que ser la de implantar el marxismo como escuela filosófica en España. En absoluto. Tal vez en los prolegómenos de la primera gran ola de la Revolución Proletaria Mundial cupiese cierta autonomía entre la lucha teórica y la política. El monopolio casi exclusivo del conocimiento en manos de la intelectualidad permitía que determinados individuos resolvieran las cuestiones de fondo más teóricas, mientras que el partido se ocupaba de la agitación y de la propaganda. Pero desde el momento en que el partido de nuevo tipo leninista se ha convertido en el punto de partida para el inicio de la próxima ola revolucionaria, esa división del trabajo ya no ha lugar. Ahora, es con el Partido Comunista como centro que el proletariado acomete la lucha de clases en los tres niveles que describió Engels: económico, político y teórico. Ya no tiene sentido hablar del marxismo como filosofía y del marxismo como línea o programa político de forma separada. Si lo distinguíamos en la pequeña valoración histórica sobre la vigencia del marxismo en el movimiento obrero internacional durante el Primer Ciclo Revolucionario, era porque, además de constituir un hecho, nos permitía explicar las razones del reduccionismo político al que fue sometido el pensamiento de Marx de manera generalizada en el mundo y exagerada en el Estado español. Pero el nuevo ciclo de la Revolución Proletaria presupone superada la dicotomía intelectualidad burguesa-movimiento obrero que caracterizó al Ciclo de Octubre y, por lo tanto, también la tendencia a la autonomización de la dirección de la lucha en las diferentes esferas de la confrontación social. Al contrario, todas se articularán en torno al Partido. Sin embargo, esto trae consigo el reto de asumir el marxismo como totalidad, como cosmovisión, como Weltanschauung . La conservación de los vínculos e interrelaciones existentes entre los distintos planos de la lucha de clases permitirá mayores garantías en la cohesión ideológica entre los fundamentos teóricos y las resoluciones políticas y una más profunda visión crítica que permita en todo momento la adecuación de la línea política a las necesidades del desarrollo real de la sociedad, sin hipotecar el futuro revolucionario por las necesidades políticas del momento, por muy acuciantes que éstas nos parezcan.

La obligación que actualmente nos imponen las tareas relacionadas con la Revolución Proletaria de asumir el marxismo-leninismo como un todo, como concepción del mundo, no significa que la política haya dejado de ser el terreno decisivo de la lucha de clases, en general, y que la Reconstitución del Partido Comunista haya dejado de ser la tarea política más apremiante para el proletariado consciente, en particular. Al contrario, la política sigue siendo la expresión concentrada de la lucha de clases y el punto que permite la transición de la crítica social a la práctica social, lugar de asentamiento necesario, por tanto, para la obra de transformación del proletariado. Pero que la política sea lo principal y la lucha por el poder político lo verdaderamente importante es una cosa, y otra bien distinta considerar que es en términos políticos como se resuelven todas las formas de la lucha de clases o que sea el punto de vista de las necesidades de la política en curso las que dominen los análisis de los problemas que plantea la lucha de clases. El dominio del criterio de la política por la política ha demostrado que genera una tendencia al pragmatismo y al tacticismo demasiado peligrosa. El modo de superarla es adoptando el punto de vista global que nos permita enmarcar cada momento en el proceso en el que está incluido, manteniendo siempre la perspectiva del objetivo final; y este punto de vista sólo nos lo puede aportar el marxismo-leninismo como cosmología.

Notas:

[1] LENIN, V. I.: Obras completas . Moscú, 1981. 5ª edición. Tomo 6, pág. 91.

[2]Ibidem , pág. 134.

[3]Ibid ., pág. 86.

[4]Ibid ., pág. 84.

[5]Ibid ., pág. 87.

[6] Aunque la reforma de la LOCE, promovida por el PSOE y que será aprobada en otoño de este año, ha limado las aristas más retrógradas de la Ley (derogación de los itinerarios en la enseñanza secundaria y carácter voluntario de la asignatura de Religión), ralentizando la tendencia que impone el capital hacia la especialización en el aprendizaje que el PP quería acelerar, está por ver hasta qué punto el nuevo partido en el poder anulará el alcance de esa normativa ultrarreaccionaria. En cualquier caso, sólo será una cuestión de grado: el PSOE fue quien introdujo la LOGSE, a finales de los 80, cuando ya se había demostrado –por ejemplo, en Francia– que provocaría un deterioro en la calidad de la educación pública.

[7] MARX y ENGELS: Op. cit ., pág. 35.