Madrid,
19 de julio de 2006
Juan
Antonio González Ponte.
Presidente
de la Asociación Cultural José María
Laso Prieto.
Facultad
de Filosofía de la Universidad de Oviedo.
Por fuentes indirectas —que no
vienen al caso— hemos sabido de su amigable polémica con JMLS acerca de
cuestiones cardinales relacionadas con la realidad que nos depara el actual
sistema económico y político, con la necesidad de combatirlo y superarlo y, en
primer término, con el debate sobre cuál debe ser el punto de partida teórico
desde el que elaborar el discurso político adecuado a este fin. Aunque en
nuestro ánimo ha gravitado el temor a que se nos tildara de entrometidos
ineducados por intervenir de improviso y sin invitación previa en ese debate,
más ha pesado finalmente la responsabilidad hacia los deberes que, como
destacamento comunista, nos imponen las tareas de construcción de un movimiento
revolucionario del proletariado; y como consideramos que la primera piedra de
esta obra debe ser cincelada por el escoplo de la teoría, no hemos podido
resistir la propia presión que nos impulsa a querer aportar nuestro pequeñito
grano de arena en todo debate que, como el suyo, aborda lo que para nosotros
son los problemas candentes de nuestro movimiento. En este sentido, nos ha
empujado el comprobar la claridad con la que usted ha definido el territorio
principal que debe atraer la atención de la vanguardia, el “campo ideológico de
batalla”, y nos ha animado aún más el hecho de que un sector de la joven
intelectualidad se interese y esté dispuesto a participar, para bien o para
mal, en controversias que, por la problemática que suscitan, lindan tanto con
la definición de los intereses del proletariado como clase social y con todas
aquellas cuestiones cuya solución debe permitir la superación de la esclerosis
teórica que sufre el marxismo (el comunismo revolucionario) y el desbloqueo del
movimiento obrero como potencia real capaz de oponer una alternativa al sistema
capitalista. Nos congratulamos, por tanto, por el retorno de los intelectuales
a las controversias del movimiento obrero revolucionario —en las que siempre
participaron y cuyo abandono no deja de ser un elocuente signo de los tiempos
que corren— y esperamos que su contribución sea inspiradora y ayude a combatir
el espíritu de esta época, dominada por el practicismo, el pragmatismo y el
posibilismo, que también embriagan a la vanguardia obrera, sumida en la moral
acomodaticia y en la mediocridad intelectual, que le empujan a estériles y
recurrentes disputas sobre lugares comunes e insensateces que hace mucho ya que
le impiden avanzar un solo paso.
Respecto a su carta, nos apresuramos
a situarle que, ante todo, no estamos de acuerdo, naturalmente, con su tesis
principal, a saber, que el marxismo —o el marxismo-leninismo— no puede servir
de fundamento teórico de la empresa que se imponga la superación del capitalismo. Sin embargo, no negamos que
entre nuestras diferencias puedan hallarse elementos comunes, pues estamos de
acuerdo con usted en que, si reducimos el marxismo al Anti-Dühring y al Diamat,
la cosa “queda anclada en una concepción del mundo limitada” por innumerables
“carencias”. Debería resultar obvio que el marxismo no es reducible en esos
términos; pero tampoco podemos negar que ha sido nuestro propio movimiento, a
lo largo de su historia, quien en primer lugar ha cometido tal descalabro
ideológico. No debe ser usted, por tanto, el primer destinatario del reproche
acusador por simplificar o caricaturizar el marxismo, si bien en su resumen
crítico del mismo ha demostrado que también adolece del defecto que se
persigue: usted también identifica marxismo con una visión estereotipada del
pensamiento de Marx, Engels, Lenin… incluso Stalin (por citar sólo a los
marxistas a los que usted alude). Por consiguiente, estaríamos de acuerdo en
que el marxismo heredado tras el “desplome” político-ideológico que culminó con
la caída del Muro de Berlín es insuficiente, pero no estamos de acuerdo
en que, en consecuencia, haya que buscar en otra parte. Para nosotros, la
primera tarea de la vanguardia revolucionaria consiste en poner al día, en
Reconstituir el marxismo como doctrina revolucionaria, como teoría de
vanguardia; y el argumento del supuesto anacronismo o de la pretendida
extemporaneidad del pensamiento de Marx y Engels no nos parece ni convincente
ni sólido; tanto más por cuanto la realidad de todos los días demuestra que no
ha surgido ninguna nueva concepción del mundo que pueda sustituirle. ¿Quiénes
dominan hoy el proscenio ideológico y cultural? El neoliberalismo, hijo del
siglo XVIII, y el islamismo, anclado aún en plena Edad Media (por no hablar del
indigenismo milenarista de Marcos o Morales). ¿Son éstas, acaso, propuestas más
innovadoras o más modernas que el marxismo? Por supuesto que no. Y el
materialismo a lo Gustavo Bueno que usted propone, ¿aporta algo novedoso
respecto del materialismo ilustrado francés salvo la incorporación de los
avances de la Física (y no de toda la ciencia, que el horizonte visual de Bueno
no abarca)? Creemos que tampoco. Sí
compartimos con usted, empero, la exigencia de que toda filosofía que pretenda
situarse en vanguardia e inspirar todo proyecto político de transformación
social no sólo no debe limitarse a ser una “filosofía crítica”, sino que debe
de ser capaz de incorporar “el estado actual de las ciencias”, y, para
nosotros, también la experiencia política de la historia de los intentos en esa
transformación. A diferencia de usted, creemos que sólo el marxismo posee el
marco gnoseológico y ontológico adecuado para ponerse al día en esto, ya
que es la única doctrina que no sólo es revolucionaria respecto del mundo, sino
que incluso su naturaleza epistemológica le permite —gracias a su dimensión
práctica— revolucionarse permanentemente también como teoría sin poner en
cuestión las premisas de las que parte. El marxismo es capaz de desarrollarse a
la par que se desarrolla el mundo. Por esta razón, no es posible reducir
el marxismo, como usted termina
haciendo, a una “filosofía crítica, no dogmática”, porque este punto de vista
sólo contempla la relación de la doctrina con el mundo objetivo exterior, pero
no la relación de la doctrina consigo misma. Para ello, es preciso contemplarla,
al mismo tiempo, como concepción del mundo, como sistema del mundo, como
cosmología, como ontología de la totalidad (y nos alegramos, en este sentido, de
que usted salude a quienes no queremos que el marxismo quede “reducido a una
filosofía meramente política”).
Teniendo todo esto en consideración,
afirmamos que el marxismo es una unidad dialéctica y contradictoria de crítica
y sistema. Desde el punto de vista epistemológico, esta contradicción es el
motor de su desarrollo teórico. Es cierto que Marx desdeñó siempre someterse a
un sistema y que toda su actividad se encaminó por los derroteros de la crítica
y de la política; sin embargo, hoy sabemos que en su labor se apoyaba en las
conclusiones más o menos sistematizadas a que le habían conducido su crítica de
Hegel y de la izquierda hegeliana y sus primeros contactos con el socialismo y
la teoría económica burguesa, conclusiones vertidas en un manuscrito de “dos
gruesos volúmenes en octavo”, dejado “a la crítica roedora de los ratones” y
publicado póstumamente con el título de La ideología alemana, en el que
se expone por primera vez el materialismo histórico como método de
pensamiento. De la misma manera, sabemos que Engels estuvo mucho más preocupado
que su compañero por las necesidades de sistematización de la nueva concepción
del mundo, y que en este afán amplió aún más el radio de acción de la nueva
filosofía al traspasar la frontera entre sociedad y naturaleza (materialismo
dialéctico). Igualmente, resulta notorio que sus seguidores,
posteriormente, optaron, en general, por una u otra de entre ambas opciones: o
la crítica —ya sea acompañando a una actividad política, como en Lenin, ya acompañando
a una actividad teorética, como Lukács o los francfortianos—, o la sistemática
—en el sentido de la escolástica soviética o de otros teóricos como Politzer,
Althusser o Lefebvre—. Pero lo importante, hoy, una vez concluido el ciclo de
experiencias que abrió la Revolución de Octubre, es que es posible superar los
puntos de vista unilaterales sobre el marxismo que hasta ahora han predominado
bajo la forma de multitud de escuelas y corrientes. El marxismo nació en
pañales, y durante décadas fue desarrollándose y madurando. Es falso —como se
ha interpretado casi siempre— que el marxismo naciera ya terminado. Esto
permitió que fuera contemplado más como el pensamiento de unos señores que como
el pensamiento de una clase en evolución (en lucha), y dio pábulo tanto al
escolasticismo y al doctrinarismo como al liberalismo hermenéutico e
intelectualista. Toda esta experiencia, sin embargo, le ha permitido alcanzar
la suficiente madurez como para superar ese dualismo y hallar la unidad teórica
como ontología, es decir, para encontrar su unidad interna como teoría, por un
lado, y para situarse en la posición adecuada para materializarse en la
práctica, o sea, para encontrar la unidad entre teoría y práctica, por otro. La
búsqueda de aquella unidad es, dicho sea de paso y en estos términos tan
generales, el objetivo último del Plan de Reconstitución del comunismo que
defiende nuestro partido. Y no nos cabe la menor duda de que la forma real,
concreta y material en que tomará cuerpo este proyecto será la del Partido
Comunista (entendido como movimiento revolucionario del proletariado, no
simplemente —como hasta ahora— como aparato político).
Respecto a la “empresa filosófica de
Engels”, ciertamente uno de los aspectos más controvertidos del marxismo, por
cuanto está relacionada con la construcción del marxismo como sistema,
es decir, como concepción del mundo, léase, como ideología de clase
independiente, y que, por ello mismo, ha provocado el rechazo de todos y cada
una de las corrientes burguesas que han coqueteado de una u otra manera, en lo
político o en lo teórico, con el marxismo, y también por cuanto a los riesgos
que implica la ambiciosa empresa de construir una cosmología como reflejo
teórico del mundo, no dudamos de que el colega de Marx cometió errores, incluso
errores graves y de principio. Esto lo deberá resolver el Balance de la
experiencia histórica del Ciclo de Octubre, parte integrante de nuestro Plan de
Reconstitución. Pero tampoco dudamos de la legitimidad de aquella empresa y de
que aún es un asunto pendiente cuya solución forma parte integrante e
imprescindible de la construcción de todo movimiento obrero consciente. La
visión del marxismo como concepción del mundo es, quizá, uno de los principales
aportes de Engels a la ideología proletaria, conquista, ésta, a la que no es
posible renunciar. Por lo que se refiere a esos errores, la cuestión consiste
en si son achacables a las bases arquitectónicas del marxismo mismo o bien
deben atribuirse a prescindibles elementos de moda (cuya incorporación y
adaptación fue acentuada y desarrollada mucho más por epígonos como el kantiano
Bernstein o el darvinista Kautsky, impregnando y conformando la doctrina
socialista a largo plazo y determinando la formación ideológica de varias
generaciones de dirigentes revolucionarios). En nuestra opinión, este último
fenómeno cobró una importancia decisiva. Desde su nacimiento y en su
desarrollo, el marxismo incorpora, en función del estado y de las necesidades
de la lucha de clases, elementos teóricos que no encajan del todo en su
estructura conceptual, pero a la que se adhieren provisionalmente porque le
ayudan a ejercer el papel de teoría de vanguardia. Esto significa que el
marxismo no es una teoría independiente del saber en general y de la ciencia en
particular, sino que se desarrolla en confrontación crítica con ellos, y que,
por consiguiente, no existe, como se pretendió (Bogdanov, Zhdanov, Michurin…),
ninguna ciencia proletaria. En segundo lugar y más importante aún, esto
significa, también, que el primum mobile del marxismo, su razón de ser,
lo que define su carácter aparte con un proyecto social diferenciado, no es de
naturaleza gnoseológica, sino antropológica (herencia feuerbaquiana,
probablemente): su actividad no está motivada por la búsqueda de la verdad,
sino por la búsqueda de la humanidad, si se nos permite decirlo así
—previniendo contra toda interpretación humanista de esta aseveración—,
no por el conocimiento del mundo —imperativo de la burguesía, que necesita
desarrollar las fuerzas productivas para sobrevivir—, sino por su
transformación en otro donde puedan desplegarse todas las potencialidades
humanas. El saber no es un fin, sino sólo un medio: se conoce el mundo no para el
disfrute estético de la contemplación platónica de su perfección (pulsión
intelectual que indujo a Einstein a buscar la fórmula que expresase la belleza
de la unidad del universo), sino para revolucionarlo y cambiarlo (ver tesis XI
sobre Feuerbach). Por cierto, de aquí ya podrá usted intuir que no admitimos
ninguna posible interpretación finalista del marxismo, que no hay ningún
“edificio teleológico hegeliano del marxismo”, como usted dice. No puede
negarse que la filosofía de la historia de Hegel esté en la base del
materialismo histórico, sin embargo, el marxismo otorga el papel protagonista
no a la Idea o a la Razón, sino a las clases y a la lucha de clases; y al hacer
esto, trastoca tanto el esquema como el sentido que Hegel da a su visión de la
historia. Independientemente de que algunas corrientes seudomarxistas hayan
puesto el acento en un supuesto carácter necesario e inmarcesible de los
procesos sociales, representando una evolución lineal de la historia, con la
velada intención de justificar un determinado statu quo político (el del
poder usurpado por la nueva burguesía en los países socialistas, que así
autolegitimaba su nueva posición de clase dominante como resultado necesario de
la historia), para el marxismo lo decisivo es el factor subjetivo-práctico (ver
tesis I sobre Feuerbach), la voluntad de las clases —únicos actores reconocidos
y reconocibles— por forjar sus propios proyectos. Naturalmente, esa acción de
los sujetos colectivos estará determinada y limitada por las condiciones
objetivas, pero éstas son sólo el material disponible sobre el que laborar y
labrar el objetivo, como el artesano que sobre la arcilla moldea el plan que ha
ideado en su mente y que se va adaptando a las cualidades de la materia que
trabaja. Para expresarlo de modo resumido, el capitalismo crea condiciones
materiales para el comunismo, cierto; pero no existe ninguna ley que obligue a
esa evolución, no existe ninguna ley natural por la que el capitalismo se
transforme en comunismo (en todo caso, sí existen leyes sociales, o sea,
experiencias de la práctica social de los hombres resumidas teóricamente como
conjunto de principios, normas y requisitos que pueden orientar esa
transformación, conjunto al que nosotros denominamos socialismo científico).
Éste, el comunismo, advendrá sólo si así lo desean los hombres. Verdaderamente,
la única alternativa posible, como dijera Marx, consiste en elegir entre socialismo
o barbarie. Las posibilidades son limitadas, pero se trata de una
alternativa real entre cuyas opciones son los hombres quienes deben elegir (y
asumir las consecuencias de su elección). Por último, desde el punto de vista
ontológico —parece que nadie ha reparado en ello—, si el marxismo no presupone
ni necesita presuponer un arjé, si prescinde de todo principio, tampoco
tiene porqué inferir ni necesitar inferir un télos, la prefiguración de
una finalidad del ser distinta del devenir (el devenir, el movimiento, fue el
único absoluto que admitió Engels). Es por esta razón que el marxismo no
habla ni puede hablar de una direccionalidad de la historia, ni de una
intención o sentido de las cosas, sino sólo del siguiente paso del movimiento
general de la materia, el comunismo, que no se pretende, ni mucho menos, como
su meta.
Pero retomemos la “empresa de
Engels” y el problema de la naturaleza epistemológica del marxismo y de su desarrollo
teórico. No hay duda de que es Engels quien comienza manifestando ciertas
influencias positivistas, así como cierta deriva fatalista que, a nuestro
entender, se deben más a ese positivismo que habla de leyes objetivas e
independientes que amenazan con sustraer el papel de sujeto a la voluntad del
hombre, que a la influencia de Hegel —o que, en todo caso, es resultado de ambos—.
Es cierto, pues, que la desviación determinista es tan temprana como inevitable
en el marxismo; tanto, que aparece incluso en su fase de formación; y es
cierto, también, que esta concepción, extraña pero adaptada, contribuirá en
gran medida a configurar el pathos ideológico del primer marxismo y será
donde se apoye la tesis que usted denomina del “capitalismo agonizante” o, lo
que es lo mismo, del derrumbe capitalista —que no es de Lenin, como
usted apunta, sino de la socialdemocracia occidental, principalmente del austromarxismo,
y que fue adoptada de facto por toda la II Internacional, incluyendo al
bolchevismo—, tesis extrapolable directamente, y sin el permiso de Marx, de la
ley de la tendencia decreciente de la tasa de beneficios expuesta en El
capital (no olvidemos las contratendencias de las que habla Marx en el
capítulo correspondiente que, bien leído, hace depender el predominio de una o
de las otras más a la lucha de clases que a la supuesta inevitabilidad de la
ley). Es ese marxismo, dominante durante el pasado ciclo histórico, ya en
bancarrota, el que es preciso depurar de esos elementos conceptuales adheridos
y que contribuyeron a conformar el paradigma revolucionario vigente
durante el Ciclo de Octubre (1917-1991). En nuestra opinión, este paradigma
revolucionario, modelo que guiaba la visión que la vanguardia proletaria tenía
de la revolución, de sus mecanismos y procedimientos, fue construido en gran
parte en medio de la influencia del prestigio creciente de las ciencias
naturales desde la segunda mitad del siglo XIX. No olvidemos que Engels insiste en recordar que el
socialismo científico (adjetivo imprescindible en la época para toda
teoría con expectativas) aparece en la misma época de la publicación de El
origen de las especies, del descubrimiento de la célula y del principio de
transformación de la energía. Si a esto le sumamos la escasísima escuela
práctica que tenían la revolución y los revolucionarios, que en muchos casos se
inspiraban en modelos precedentes —sobre todo, el de la Revolución francesa—,
podremos comprender la multitud de defectos con que fue construido el primer
paradigma revolucionario del proletariado, su crisis actual y la necesidad de
la vanguardia de recomponerlo a la luz de la experiencia teórica y práctica de
la lucha de clases de este último siglo.
La base teorético-conceptual de ese
paradigma se encontraba en la denominada teoría de las fuerzas productivas,
interpretación vulgar y mecanicista del materialismo histórico que partía de
dos premisas erróneas —tan ajenas a la coherencia interna del marxismo como
extendida entre sus seguidores— cuya lógica perjudicó gravemente a los planes
revolucionarios del proletariado: la tecnología como variable independiente y
como motor de la historia, y el espontaneísmo como expresión fenoménica del
desarrollo social. Fue en este marco conceptual donde encajó como un calcetín
la tesis del derrumbe, de que el capitalismo caería por sí sólo, de que
sería el estallido revolucionario espontáneo de las masas quien escenificaría
ese derrumbe y de que el advenimiento del socialismo es inevitable. En este
escenario, por supuesto, el papel de la conciencia es relativo, y la acción del
sujeto político subsidiaria y subordinada a los acontecimientos, que se le
presentan como potencia ajena y determinante. Con este paradigma, lógicamente,
el movimiento comunista fue derivando hacia el posibilismo y el pragmatismo,
que se traducen siempre políticamente en oportunismo y reformismo, hasta
empantanarse en las arenas movedizas que hoy le tienen paralizado. No cabe
duda, tampoco, de que la construcción de
este paradigma fue facilitada por textos del propio Marx (no sólo Engels y su Anti-Dühring,
como vemos), como el famoso Prólogo a la Contribución a la crítica de
la economía política, exposición tan esquemática del materialismo histórico
como exacerbado su uso por los epígonos, de cuya interpretación vulgar se
apresuraba Marx a desmarcarse, según nos cuenta Engels, diciendo que él no era
marxista.
Aunque es cierto que no se puede culpar al maestro de
todo lo que hacen sus alumnos, y reconociendo que éstos, en su mayoría,
profundizaron en las desviaciones a que inducían influencias teóricas extrañas,
aquí lo importante es reconocer que la primera formulación de la doctrina
proletaria, con Marx y Engels, ya incluía componentes, e incluso problemáticas,
no consustanciales. Y más importante aún es comprender, por un lado, que esa
articulación más o menos afortunada de proposiciones heterogéneas impondrá, a
largo plazo, limitaciones en la capacidad del discurso marxista para responder ante
fenómenos nuevos sin atentar contra sus propios presupuestos teóricos (problema
que irá cristalizando en la conformación de un paradigma revolucionario de
corte positivista, con graves carencias desde el punto de vista dialéctico y de
la crítica revolucionaria); y, por otro lado, que esas limitaciones (que en
parte son inevitables, y esto es muy importante, en la medida que el
proletariado construye su concepción del mundo, en cada una de sus fases
evolutivas, desde la crítica de la de la burguesía, desde la negación de lo
dado previamente) expresan, también, tanto el grado de desarrollo alcanzado por
la lucha de clases del proletariado, como el estado en el que se encuentran las
relaciones de la clase obrera con las otras clases en cada momento (esto es
fundamental y perderlo de vista sería atentar contra el propio materialismo
histórico, algo que han olvidado siempre los marxistas: aplicar el marxismo al
marxismo, el materialismo dialéctico a su doctrina). Pues bien, desde nuestro
punto de vista —y considerando correcta la tesis marxiana de que el
proletariado aparece como clase independiente en la historia a partir de 1848—,
el primer marxismo es fiel reflejo de la inmadurez de esos dos aspectos: tanto
el escaso desarrollo histórico de las luchas obreras, como la bisoñería del
proletariado como clase social de vanguardia. Tal inmadurez se pondrá de
manifiesto sintomáticamente a través de la inclusión en el discurso marxista de
determinadas soluciones teóricas que pasarán a formar parte estructural del
mismo durante todo el ciclo revolucionario como elementos de la arquitectura
del paradigma revolucionario vigente en él. No nos detendremos en el análisis
pormenorizado de esto; solamente, indicaremos que la adopción en muchas
ocasiones del punto de vista positivista suponía la aceptación sub iudice
del dualismo ontológico en la relación ser-conciencia (consustancial a la labor
científica), cuando el materialismo histórico parte del supuesto monista de la
sociedad como fusión hombre-naturaleza desde la actividad práctica productiva.
Esta dualización ya fue detectada por algunos críticos burgueses, pero ningún
marxista quiso o supo resolver la contradicción intrínseca que planteaba. Desde
luego, empresas tan absorbentes como la elaboración de El capital y el
papel de este libro en el conjunto de la obra de Marx y Engels, dieron pie a
las interpretaciones que pretendían reducir el marxismo a la actividad teórica,
descuidando su faceta práctico-revolucionaria, o al menos, obstaculizando la
posibilidad de hallar un modo de unificar teoría y práctica más allá de la
voluntarista filosofía de la acción burguesa. Es en este punto donde
cobra importancia la introducción de problemáticas como la de la falsa
conciencia, que usted toca en su carta con evidente preocupación y que, no
nos cabe duda, también formó parte de las preocupaciones de un hegeliano como
Marx durante toda su vida, desde el joven escritor de La ideología alemana
hasta el autor maduro de El capital. Sin embargo, la sustantivación de
este tipo de problemáticas en la construcción del discurso abrió la puerta a la
influencia del positivismo y a su introducción desequilibradora a la hora de la
elaboración conceptual y del cierre de los debates teóricos. La necesidad de
presentar al marxismo como ciencia, o como ciencia de las ciencias, o como gran
filosofía contenedora del saber científico, fue el correlato del triunfo de
quienes lo observaban como instrumento para conocer el mundo, más que para
transformarlo, de quienes veían el saber como centro de la actividad de
la vanguardia y no sólo como momento de esa actividad. De este modo,
terminó cobrando cuerpo la diferenciación entre hacer y conocer
en el movimiento revolucionario, con la consiguiente sacralización de la
división del trabajo (entre teoría y práctica, entre ideología y política, entre
vanguardia y masas…) en su seno: al dualismo ontológico se sumó el dualismo
gnoseológico en el marxismo. Para éste, en cambio, el conocimiento del mundo no
es algo distinto ni está separado de la revolucionarización del mundo. Conocer
y transformar son uno y el mismo proceso, proceso en el que sujeto y objeto
experimentan una mutua y permanente transformación. Esto, naturalmente, excluye
la posición del sujeto como mero observador objetivo que exige la ciencia.
Precisamente, el marxismo nació como crítica y superación de esa posición de la
conciencia (desde la crítica del materialismo de Feuerbach, para algunos, padre
del positivismo alemán). El marxismo consecuente, por tanto, implica la
construcción de una forma de conciencia que supera, a la vez que contiene
(según el término hegeliano Aufhebung), a la ciencia y que no se reduce
a ella, como han pretendido todos los marxistas, grandes y pequeños, del pasado
y del presente —como si ésta fuera la única manera de darle un marchamo de
respetabilidad—, forma de conciencia que sólo puede describirse como praxis
revolucionaria.
A los paladines de la cientificidad del marxismo les
pasa desapercibido que la ciencia es también un producto histórico, que es una
forma de conciencia que se extiende coincidiendo con el ascenso de una nueva
clase social, la burguesía, a partir del siglo XVII, y que, en general, refleja
la concepción del mundo de esta clase (su forma más pura, acabada y
consecuente). Absolutizar la ciencia como forma superior del saber o como forma
de conciencia neutra significa atentar contra los fundamentos del
materialismo histórico, tanto como subordinar la teoría proletaria a la
ideología burguesa. Y ésta ha sido, precisamente, la nota dominante en nuestro
movimiento durante todo el ciclo histórico pasado. Por consiguiente, el
predominio de problemáticas del tipo de la falsa conciencia supuso la constricción
positivista del marxismo y terminó descomponiendo su unidad y coherencia
internas. Intentos legítimos de regeneración, como el del joven Lukács o el de
Gramsci, quienes comprendieron el déficit dialéctico del marxismo de su época,
aparte de por otros errores importantes, se malogran precisamente por abordarse
desde este tipo de problemáticas. Marx ofreció una imagen de la sociedad como
círculo cerrado en el que la modificación de las circunstancias y de la
conciencia de los hombres no podía ser concebida más que de manera simultánea
(ver tesis III sobre Feuerbach). Criticaba al materialismo vulgar por pretender
esperar a que cambien primero las circunstancias para que cambiase después la
conciencia, olvidando que “son los hombres, precisamente, los que hacen que
cambien las circunstancias y que el propio educador necesita ser educado”. Pero
la desviación positivista del marxismo rompe ese círculo al introducir ad
hoc a la ciencia como educador y al sustraer a la “práctica revolucionaria”
el papel de constructor tanto de las circunstancias como de la conciencia. Y si
el educador no es a la vez educando, si introducimos un punto de fuga en el
ciclo social, si buscamos una respuesta inmediata a la pregunta retórica de ¿quién
educa al educador?, entonces, no sólo toda la actividad social se dirigirá
hacia ese punto de fuga, consagrando a la ciencia, al saber y la verdad, como
objetivo de esa actividad, no sólo se retomaría, así, el programa racionalista
de la vieja burguesía ilustrada, sino que también, al mismo tiempo, se
abandonaría el programa revolucionario del marxismo. De este modo, la unidad
gnoseológica del conocer transformando, que traducía coherentemente el
monismo ontológico del marxismo, fue sustituida por la dualidad del conocer
para transformar, que terminó separando al pensar del ser.
A diferencia de su dualización ontológica, la
dualización gnoseológica del marxismo ha sido mucho menos evidente para sus
críticos. De hecho, en nuestra opinión, sólo ha sido posible detectarla una vez
que el ciclo revolucionario se agotó y el paradigma teórico que le sirvió de guía
quebró. En cualquier caso, todas estas deficiencias expresan, como hemos dicho,
la inmadurez de la lucha de clases del proletariado, su inmadurez como clase
revolucionaria, que necesitaba recurrir a las formas avanzadas del pensamiento
contemporáneo para terminar de construir su concepción del mundo. Sin embargo,
esta dependencia reflejaba, también, la posición subordinada de esta clase con
respecto a determinados sectores de la burguesía en determinadas esferas de la
actividad social, importantísimas desde el punto de vista de la conquista de
los puestos de vanguardia social. En particular, aunque en las luchas
económicas y políticas el proletariado fue adoptando, poco a poco, la posición
de vanguardia efectiva del proceso social a lo largo del transcurso del ciclo,
en el plano teórico nunca demostró la misma independencia. Así, la
participación de los marxistas revolucionarios en la mayoría de los grandes
debates teóricos (Kautsky, Plejánov, Luxemburg, Lenin…) se realizó desde las
estribaciones del materialismo, no desde las del materialismo dialéctico. Esta
nueva rebaja del marxismo vino impuesta por el escenario en el que se vio
obligado a actuar. Este escenario, que domina todo el ciclo, está ocupado casi
siempre por el enfrentamiento general entre el idealismo filosófico, con sus
distintas corrientes y escuelas, y el materialismo. Durante todo el periodo
permaneció vigente la necesidad de combatir las distintas formas del
pensamiento idealista y de desbrozar el terreno cultural para que se
consolidase una concepción del mundo acorde, no ya con la incorporación de las
masas proletarias a la vida civil y política, sino incluso con los logros de la
propia revolución burguesa. En esta alianza del proletariado con los sectores
radicales y democráticos de la burguesía, los marxistas ocuparon siempre el ala
izquierda del materialismo filosófico; pero utilizaron armas y argumentos
ajenos, no pudieron dirigir en ningún momento las hostilidades en esa guerra, que
no era suya por completo, y pospusieron el desarrollo del materialismo
dialéctico en virtud de las necesidades del triunfo del materialismo burgués.
De este modo, y en resumen, si la inmadurez revolucionaria del proletariado se
reflejó en la dualización óntico-gnoseológica del marxismo, sus insuficiencias
como clase de vanguardia se tradujeron en la reducción epistemológica de su
discurso.
Éste es el estado en el que se encuentra el marxismo
que hemos heredado del Ciclo de Octubre. Su postración actual, sin embargo, no
excluye su utilidad como instrumento de transformación social, a condición de
que los sectores de vanguardia lo sometan a un programa de Reconstitución que
lo sitúe a la altura de la experiencia histórica de la lucha de clases del
proletariado y que le permita dotar a éste de la completa independencia
política e ideológica como clase. Desde nuestro punto de vista, el eje
estratégico de esta obra es el Partido Comunista (y no, precisamente, el
partido del personaje que da nombre a la Asociación que usted preside), institución
social —mejor dicho, movimiento político— cuya construcción, desde la
comprensión cabal de su naturaleza, permitirá la solución de las deficiencias a
todos los niveles que arrastran el marxismo y el proletariado revolucionario y
que acabamos de describir. Igualmente, el primer paso de esta empresa consiste
en la Reconstitución ideológica del comunismo, que comienza con la crítica del
viejo paradigma revolucionario ya obsoleto, dentro del marco del Balance
general del ciclo, y con la búsqueda, sobre la base de los fundamentos del
marxismo y de los resultado de este balance, de una visión de la revolución y
de sus requisitos más acorde con las leyes del socialismo científico. Creemos
haber comenzado ya a demostrar la justeza de esta tesis (al menos, su mayor
correspondencia con el marxismo en comparación con las demás corrientes que
conforman hoy el movimiento comunista), argumentada y defendida en los documentos
fundamentales donde se formula nuestra línea política, principalmente, la Tesis
de Reconstitución del Partido Comunista y La nueva orientación en el
camino de la Reconstitución del Partido Comunista.
En relación con la posibilidad de otras alternativas,
distintas del marxismo, para la “transformación racionalizadora, además de
universalista” del mundo, permítanos referirnos brevemente a la declaración de
principios de su carta, que define “las líneas maestras” de la actividad de su
Asociación en los términos de “la divulgación de la filosofía materialista, así
como de las ciencias particulares que, en su incorporación material como
fuerzas productivas, configuran el esqueleto del estado del mundo actual”. Ni
qué decir tiene que, después de todo lo que ha ocurrido en el último siglo,
este manifiesto ingenuo de corte cientificista-positivista queda bastante
trasnochado. Ya no sólo la burguesía mudó su optimismo racionalista con la
crítica posmoderna de la ciencia (crítica reaccionaria en un sentido,
pero necesario tener en cuenta en otros), sino que, incluso el marxismo, la
forma más acabada del racionalismo, como hemos tratado de demostrar, debe
abordar la crítica de lo que recogió y de lo que incorporó de esa falsa ilusión
sobre las posibilidades de la ciencia y del productivismo económico. Desde el
punto de vista político, por otra parte, el programa de su Asociación nos
recuerda a las Sociedades de Amigos del País jovellanistas, que crearon la
aristocracia ilustrada y la burguesía reformista en el siglo XVIII español, con
el mismo afán regeneracionista y con los mismos objetivos culturalistas
(recuerde: ¿quién educa al educador?) a la vez que economicistas que ustedes
proclaman. Con todos los respetos, consideramos necesario reseñar, una vez más,
que no existe propuesta transformadora más moderna ni avanzada que la
del marxismo, aún reconociendo que también necesita ser puesta al día, y que no
es posible apoyar toda empresa revolucionaria en otra clase distinta del
proletariado.
No queremos terminar esta larga misiva, aunque suponga
abusar en exceso de su paciencia, sin ofrecerle una primera opinión de la
filosofía sobre al que, según usted, descansa su quehacer político y el de su
Asociación, el “materialismo filosófico” de Gustavo Bueno. Nos remitimos
únicamente, según su propia sugerencia, al trabajo titulado Materia. No
consideramos el conjunto de la obra de Gustavo Bueno, que no conocemos
suficientemente, ni al Gustavo Bueno metido a tertuliano televisivo, que nos
parece nefasto.
En primer lugar, nos parece muy acertada la crítica
que dirige Bueno a la corriente materialista que considera sólo “la realidad de
los entes que existen más allá de nuestro pensamiento”, dentro de la cual sitúa
a Lenin, porque “esta definición sugiere que la subjetividad no es materia”.
Esta crítica resume magníficamente las deficiencias de los marxistas y describe
a la perfección el reduccionismo a que sometieron al marxismo, del que ya hemos
hablado. Desde luego, es una posición excelente para dar el siguiente paso y
dirigirse por la senda del materialismo dialéctico. Sin embargo, Bueno opta por
continuar una senda opuesta y estropea todas las posibilidades de esa crítica
cuando afirma que esa visión del materialismo “puede ser aplicada por un
espiritualista a los entes que nos son materiales”, como el Dios de Tomás de
Aquino, por ejemplo. Falsea, así, los presupuestos y la naturaleza de esa
corriente materialista, al mismo tiempo que adultera su propia crítica y
dinamita sus posibilidades. Prefiere, entonces, elaborar una definición pura
de materia considerando como último referente a la ciencia; mejor dicho, a la
tecnología. Pero el “contexto tecnológico” en el que Gustavo Bueno quiere
construir su concepto de “materia determinada” no es más que un espacio
especulativo, mezcla de positivismo y metafísica, en el que modela un concepto
de corte escolástico, con toda su parafernalia categorial de “atributos” y
“géneros”. Bueno critica el concepto engelsiano y leniniano de materia como
abstracción de la multiplicidad de lo concreto, pero, en su intento, él apenas
hace algo distinto de un esfuerzo de abstracción y generalización de los
resultados de algunas ciencias naturales (Matemáticas, Física y algo de Química
—Bueno apenas tiene en cuenta las ciencias que tienen por objeto las formas
superiores de la materia: la Biología y la sociedad).
Bueno se ha hecho prisionero del dualismo que domina
casi todo el pensamiento burgués cuando separa el ejercicio materialista de la
ciencia del carácter “meta-científico”, filosófico, de su prueba. Y al dualismo
gnoseológico burgués corresponde siempre el pluralismo ontológico. Bueno sigue
fielmente este itinerario. Para él, “la materia determinada no incluye la
unidad de continuidad entre todas sus especificaciones, puesto que su concepto
es compatible con un universo constituido por materias determinadas
irreductibles, por círculos disyuntos de materialidad”. De aquí se deduce la
segunda crítica que queremos situar, a saber, que el pluralismo de Bueno no
sólo niega todo materialismo monista, incluido el marxismo, sino también, y
sobre todo, el concepto de movimiento aplicado a la materia (es decir,
el materialismo dialéctico). Esto implica la representación de un universo
estático (algo que se da de bruces con la evidencia científica), la sanción de
lo dado como necesario e inevitable (léase: el mercado, universo concurrencial
de particulares, “disyuntos” e “irreductibles” entre sí por mor de la propiedad
privada), y una idea de progreso de corte positivista e intelectualista, según
la cual, puesto que la materia no evoluciona, sólo su conocimiento es lo que
avanza. Aunque Bueno reconoce el valor del intento de Engels por conectar “los
conceptos de materia y movimiento”, rehuye, una vez más, la posibilidad de
caminar por el sendero que ante él abre el marxismo y nos ofrece una concepción
del mundo conservadora, que no supera el marco del pensamiento burgués y que
niega la revolución, la posibilidad de la transformación de la materia, el
reconocimiento de que lo nuevo surge de lo viejo y de que comparte con éste su
misma naturaleza, que es, en el fondo, una, universal (monismo).
Terminamos aquí esta larga carta, esperando no haberle
parecido demasiado insolentes y albergando la esperanza de haber aportado algún
elemento de reflexión que, sin duda alguna, nos gustará compartir con usted, si
es que desea mantener abiertos este debate y el canal de comunicación con
nosotros.
Sin más y esperando tener pronto noticias suyas,
reciban un saludo y nuestros mejores deseos para su labor académica y
asociativa.
Partido Comunista Revolucionario.