70º ANIVERSARIO DEL FRENTE POPULAR

 

REPUBLICANOS DE AYER Y HOY

“Cabe, entonces, preguntarse: ¿qué transformación sufrirá el Estado en la sociedad comunista? O, en otros términos: ¿qué funciones sociales, análogas a las actuales funciones del Estado, subsistirán entonces? Esta pregunta sólo puede contestarse científicamente, y por más que acoplemos de mil maneras la palabra “pueblo” y la palabra “Estado”, no nos acercaremos ni un pelo a la solución del problema.

Entre la sociedad capitalista y la sociedad comunista media el período de la transformación revolucionaria de la primera en la segunda. A este período corresponde también un período político de transición, cuyo Estado no puede ser otro que la dictadura revolucionaria del proletariado.” 

                                                                              Marx, Crítica del programa de Gotha.

“La omnipotencia de la ‘riqueza’ también es más segura en las repúblicas democráticas porque no depende de unos u otros defectos del mecanismo político ni de la mala envoltura política del capitalismo. La república democrática es la mejor envoltura política de que puede revestirse el capitalismo; y, por lo tanto, el capital, al dominar (...) esta envoltura, que es la mejor de todas, cimenta su Poder de un modo tan seguro, tan firme, que no lo conmueve ningún cambio de personas, ni de instituciones, ni de partidos dentro de la república democrática burguesa.”           

Lenin, El Estado y la revolución.  

             

Este año se ha cumplido el 75º aniversario de la proclamación de la II República burguesa en el Estado español y el 70º de la victoria electoral de la coalición de Frente Popular, efemérides tanto más simbólicas pues coinciden con una coyuntura política en la que la confluencia de una serie de tendencias objetivas, que afectan desde el bloque dominante a la izquierda extraparlamentaria, junto a la inapelable derrota del proletariado en su primera tentativa emancipadora histórica (lo que denominamos el Ciclo de Octubre), abren la puerta para la conformación de un movimiento republicanista que podría desviar los esfuerzos de la clase obrera de sus verdaderos objetivos: la reconstitución ideológica y política del comunismo como mediación a la Revolución Socialista y la implantación de la dictadura del proletariado.

A pesar de que este embrionario movimiento está formado por numerosos destacamentos autodenominados comunistas, una de sus principales características es la idealización grotesca de la II República, con un balance de sus peripecias y logros totalmente ajeno al marxismo, que emparenta con el democratismo pequeño-burgués.

En este artículo intentaremos repasar muy someramente, desde el punto de vista de clase y de la lucha de clases (el único legítimo para el materialismo histórico), este período, que merece en el futuro un balance serio, y luchar contra las principales argumentaciones de los grupos que hoy día bregan por construir este movimiento con el que pretenden hacer comulgar a la clase obrera.

1. De abril a octubre: el fracaso de la reforma burguesa

 La crisis del sistema político de la Restauración, erigido tras el fácil derrocamiento de la I República, fue particularmente largo y tortuoso. Se suelen señalar varios momentos claves, como la apabullante derrota frente a EE.UU., que significó la pérdida de los últimos vestigios del imperio colonial español, con serias consecuencias económicas para importantes sectores de la burguesía; la crisis de 1917, en la que, además de enfrentamientos internos entre facciones burguesas, la combatividad popular (de la mano de un proletariado que no deja de crecer: entre 1910 y 1930 su número se duplicó) alcanza un punto culminante con la fracasada Huelga General Revolucionaria. La Revolución rusa de ese año, y especialmente Octubre, supuso un gran acicate para la lucha del proletariado internacional y para la incorporación de crecientes masas a la política revolucionaria.

Por otro lado, la guerra colonial que el Estado español mantenía contra el pueblo marroquí no dejó de saldarse con estruendosas derrotas que repercutieron en el interior (momento importante es la llamada Semana Trágica de 1909), contribuyendo a la erosión del régimen, que en 1923 se ve obligado a adoptar formas fascistas para mantenerse.

Sin embargo, las contradicciones no cesaron de agravarse, aún por debajo de la estructura política, y acabaron por estallar cuando la gran crisis económica de 1929 llegó a España, terminando por derrumbar el régimen monárquico.

Ante esta situación, la gran burguesía y la clase terrateniente, que percibían que todo el orden social amenazaba con desmoronarse (percepción sin duda exagerada, y que nos lleva a preguntarnos sobre la extensión, durante el primer Ciclo revolucionario, en todo el edificio social de teorías muy profundamente arraigadas entre el proletariado y su vanguardia, como la teoría del derrumbe y su correlato lógico, la inevitabilidad del socialismo), se vieron obligadas a maniobrar.

El 14 de abril de 1931, en medio de un gran alborozo de las masas, se proclamaba la II República. Desde el punto de vista de clase, la República se puede interpretar como el intento de la clase dominante por integrar en la administración del Estado a la pequeña burguesía, encuadrada en los partidos republicanos y también representada por los socialistas (cuya lastimosa actuación durante la dictadura primorriverista no necesita ser recordada), que además defendían los intereses de la reducida aristocracia obrera, como modo de dar estabilidad al sistema y servir de colchón defensivo frente a un crecientemente radicalizado movimiento de masas. Sintomático de ello es el reparto de los puestos ministeriales entre republicanos y socialistas, y que la UGT se convirtiera en el sindicato del régimen, marginando a la radical CNT que se lanzó a la confrontación abierta contra éste.

Un análisis marxista, que ha de tener en cuenta la lucha de clases y la composición de clase del Estado, contrasta con lo que, junto a grupos descaradamente pequeño-burgueses, firma el CEOC:

“La República propició cambios democráticos profundos que dieron solución a problemas que se habían atascado desde siglos atrás.” 

Estos cambios democráticos profundos a los que tan candorosamente se refieren los republicanistas no son otra cosa que la ampliación de las oportunidades en el reparto del pastel de la explotación del trabajo asalariado y de las colonias, con la integración de nuevos sectores sociales en el aparato político de dominación, integración exigida por la maniobra de la clase dominante antes referida. Es cierto que esta ampliación de la democracia entre los grupos socialmente dominantes supone para el proletariado una mayor capacidad de maniobra y organización, especie de migaja que se descuelga con el ensanchamiento del campo de juego entre los dominadores. El fascismo, abundando en el tema, significa todo lo contrario, la drástica reducción de este campo y la concentración del poder político en cada vez menos facciones, o en una sola, de la clase dominante, con lo que esa fisura de libertades que se filtra hacia los oprimidos es taponada. Por ello, el proletariado no puede permanecer impasible ante los cambios en la forma de dominación capitalista, pero de ahí a santificar la forma democrático-republicana de dictadura de la burguesía hay un trecho que un comunista no andará.

En cuanto a solucionar graves problemas seculares, la II República también sale muy bien parada en este manifiesto-panegírico. La nueva política social que le atribuyen bien podría interpretarse como puro clientelismo hacia la UGT con el fin de dar mayor base social a su régimen, ya que la CNT, marginada, fue duramente reprimida (Ley de defensa de la República), amén de representar las necesarias migajas destinadas a paralizar el ascendente movimiento de masas.

El problema de la tierra, por su parte, era el más grave que arrastraba el país, debido al peculiar desarrollo del capitalismo y de la burguesía en el Estado español. Éste había creado una estructura de pinza, en la que tanto un acentuado minifundismo en algunas regiones y el latifundismo en otras (con el ausentismo de una clase terrateniente cada vez más fundida con la gran burguesía y cuyos capitales podían obtener beneficios más inmediatos en otras partes que en el desarrollo de la agricultura) mantenían al campo español en un estado de postración y atraso, con una gran masa de proletarios rurales y campesinos sumidos en la miseria, coadyuvando al escaso desarrollo de un mercado interno para la industria. Más adelante señalaremos la actitud del PCE hacia este problema, pero aquí sólo nos interesa dejar sentada la despreocupación con que emprendió su solución la, tan alabada por nuestros firmantes, burguesía republicana reformista. Tuñón de Lara, historiador serio pero al que no cabe acusar de antipatía hacia la República, deja escrito respecto a la Reforma Agraria del primer bienio: 

“...las contradicciones de un régimen que se permitía discursos atrevidos y leyes reformistas, sin tener nunca en cuenta los instrumentos de poder necesarios para cumplir aquellas promesas y los preceptos legales.(...) La verdad pura y simple era que dos años después de haber sido implantada la República, los ‘señoritos’ eran todavía los dueños de la tierra en Andalucía, Extremadura y la Mancha.”[1] 

Los datos, aún sin catastrar todas las provincias, ofrecen que la gran propiedad latifundista en diciembre de 1930 se extendía por 7.468.629 hectáreas, mientras que para el 31 de diciembre de 1933 el Instituto de Reforma agraria había distribuido únicamente 110.956 hectáreas. Aún sin entrar a valorar cómo se enfocó el problema (que, además, es lo más importante), y teniendo en cuenta que durante el Bienio negro se promulgó una ley de contrarreforma agraria, podemos llegar a dudar de que la República diera solución a problemas que se habían atascado desde siglos atrás.

Siguiendo con la retahíla de alabanzas y mistificaciones, clama al cielo que alguien que se dice comunista suscriba como logro de la República su adhesión a ¡la Sociedad de Naciones!, organismo imperialista, precursor de la actual ONU, creada para legalizar el orden imperialista internacional surgido de la Primera Guerra Mundial. Aunque debería ser innecesario, visto el panorama podemos plasmar la visión, sobre esta base, que un revolucionario podía tener en la situación internacional de los años 20:

“...la actual situación mundial se caracteriza por el hecho de que las dos grandes fuerzas, la revolución y la contrarrevolución, se enfrentan en la lucha final. Cada una de ellas ha levantado una gran bandera: una es la bandera roja de la revolución, que enarbola la III Internacional, llamando a unirse en torno suyo a todas las clases oprimidas del mundo; la otra es la bandera blanca de la contrarrevolución, que enarbola la Sociedad de Naciones, llamando a unirse en torno suyo a todos los contrarrevolucionarios de la Tierra.”[2]

            Ante esto se puede aducir que en la década de los 30 la situación era más compleja por el ascenso del fascismo, lo cual, que cuando se pone como centro de la cuestión, perdiendo el horizonte revolucionario, nos acaba conduciendo a una línea derrotista y liquidacionista de subordinación al imperialismo y la burguesía, que es por la que, desgraciadamente, se acabará inclinando la Komintern y por la que hoy, so pretexto de una superación democrática de la corona, nos quiere conducir el CEOC y el resto del sector derechista del movimiento comunista del Estado español, sustituyendo en este caso la palabra mágica fascismo por monarquía.

            Pero bien, volvamos a nuestro somero repaso del periodo republicano. Esta forma de resolver problemas seculares no hizo sino defraudar las esperanzas de unas masas a las que durante décadas se les había repetido hasta la saciedad, tal como sucede hoy día, que la República era la panacea a todos sus males, llevándolos a la rebelión abierta, especialmente en el campo. Aquí, la República va a mostrarse descarnadamente tan represiva como cualquiera de las odiadas monarquías pasadas. Sería ocioso hacer una enumeración de lo que el célebre ejemplo de Casas Viejas es sólo la punta del iceberg y en cualquier manual del periodo puede rastrearse.

            Esta situación, la creciente radicalización de las masas (de la que el enorme prestigio de la Unión Soviética era un indicativo inquietante para la clase dominante) y las contradicciones internas forzaron la derrota del gobierno republicano-socialista y la victoria de las fuerzas derechistas en las elecciones de noviembre de 1933. Estas fuerzas se lanzaron a una política de contrarreforma (que en nada fue evitada por la forma republicana de Estado) que no hizo más que abundar en el descontento de las masas, descontento aprovechado (ante la debilidad del PCE y la posterior deriva política que iba a adoptar) por las fuerzas burguesas y pequeño-burguesas, recién desalojadas del gobierno, para acumular fuerzas en sus trifulcas internas con otras facciones dominantes. Esta dinámica culminó en los acontecimientos de octubre de 1934.

            Ante la entrada en el gobierno de una coalición de tipo fascista, la CEDA, se proclamó la huelga general y por todo el país estallaron enfrentamientos armados y conatos de insurrección. Sin embargo, el único lugar donde el movimiento estaba preparado con un mínimo de seriedad fue Asturias, donde durante dos semanas mineros y obreros fueron los dueños de la situación. La Comuna asturiana fue aplastada salvajemente por tropas mercenarias traídas a toda prisa desde Marruecos.

            La actitud de las distintas fuerzas izquierdistas muestra claramente la subordinación de los objetivos revolucionarios del proletariado, señalando por dónde iban a desarrollarse futuros acontecimientos. Los partidos de izquierda republicana se limitaron a redactar notas declarándose incompatibles con la forma que tomaba la República con la entrada de la CEDA en el gobierno; mientras que el PSOE, cuyo ala izquierda dirigió la insurrección, nunca la planteó como la revolución o como un ensayo de la misma, sino que la esgrimió como medio de presión frente a la entrada en el gobierno de un grupo fascista, sin plantearse la cuestión cardinal de en manos de qué clase está el poder y buscando sólo la restitución del verdadero espíritu republicano, tal y como había sido durante el primer bienio. El PCE se limitó a ser comparsa del ala izquierda de los socialistas, pues, aunque con un papel activo en la insurrección, ya se había encaminado por la senda de la unidad a cualquier precio de las fuerzas obreras como base de la formación de un Frente Antifascista. Así, a pesar de los sentimientos y la abnegación de miles de militantes de base para quienes el fin del movimiento debía ser el socialismo, éste quedó en una simple maniobra que, aunque incluyera la lucha armada, se podría enmarcar en los confines del parlamentarismo.

            De este modo, el proletariado no extrajo ninguna lección provechosa de la Comuna asturiana, que, ignominiosamente, se convirtió en el campo de pruebas de la línea que iba a guiar al vocacional partido revolucionario (aún con todas sus deficiencias ideológicas), es decir, unidad a toda costa con fuerzas burguesas calificadas de democráticas y progresistas y subordinación de los intereses revolucionarios del proletariado al mantenimiento de una determinada forma de dominación de la burguesía, con las tristemente conocidas consecuencias de parálisis de las masas y derrota que iba a traer la Guerra Civil.

2. El Frente Popular y la Revolución española 

            Éstas son básicamente las actitudes políticas de los grupos y clases que darán su apoyo al Frente Popular. La burguesía reformista continuaba en la misma actitud del 14 de abril; es decir, algunos cambios para impedir que el movimiento de masas pudiera quebrar el orden social, aunque la fuerza y confianza en sí mismo de este movimiento de masas, junto con sus cada vez más amplias contradicciones (agudizadas por el propio empuje espontáneo de las masas) con el sector de la clase dominante tradicionalmente detentador del  poder, el bloque burgués-terrateniente, le obligaban a reconocer la necesidad de un mayor apoyo de las fuerzas obreras, cuando lo que hubieran preferido era una reedición de la alianza con los socialistas, como en el primer bienio.

            Los socialistas, por su parte, se encontraban en medio de un proceso de radicalización, cuyas causas no vale achacar a la actitud de sus dirigentes (el exponente más claro de esto, Largo Caballero, representante de la base sindical del partido, había pasado de ocupar responsabilidades bajo la dictadura primorriverista a propugnar la revolución socialista), sino en algo mucho más profundo. Estos cambios reflejaban un hondo cambio en el estado de ánimo de las masas, una enorme radicalización, espoleada por la decepción ante las medidas implementadas por la República y la brutal represión que ésta, al igual que los pasados gobiernos monárquicos, había practicado. Durante el quinquenio republicano la militancia del PSOE se había cuadruplicado, y la mitad de estos nuevos miembros pertenecía a la Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra (lo que indica el enorme peso que la cuestión agraria tenía en la política del país). Además, esta verborrea revolucionaria de los caballeristas también estaba obligada por la necesidad de mantener una base social, en un momento en que la mucho más radical CNT empezaba a hacer sentir su presencia en feudos tradicionales de las socialistas como Madrid. No obstante a toda la fanfarria revolucionaria de la que se rodeaba y a sus reticencias, el ala izquierda del PSOE entró en el redil del pacto con los republicanos, estimando que luego la clase obrera debía marchar hacia la revolución (el eterno mientras tanto de los oportunistas), cumpliendo así su función de correa de transmisión entre la política burguesa reformista y el espontaneísmo radical que bullía entre las masas.

            Mención aparte merecen los anarquistas, que esta vez dejaron de lado su tradicional política abstencionista y dieron su apoyo, aunque no participaron en ella, a la coalición de Frente Popular, siendo sus votos importantes para la victoria electoral. Mucho se ha criticado, justamente, su incapacidad para la construcción de una alternativa social viable, por su alejamiento –y oposición– del marxismo y su concepción del mundo, que hunde sus raíces en la de la burguesía y defiende los intereses de una pequeña burguesía radicalizada (olvido del problema crucial del Poder político y un programa que llama realmente a la cooperativización –a la asociación de pequeños productores individuales–, dejando de lado el problema de la producción y circulación de mercancías...). Pero conviene señalar algo que muchos comunistas han olvidado, y es ese espíritu y estilo de trabajo que para las masas proletarias radicalizadas por la crisis revolucionaria resultaba mucho más atractivo, estimulante y rebelde que los socialistas, o la política que un, a corto plazo influyente, PCE iba a implementar.

            Este breve repaso de las principales fuerzas de la izquierda española, aparte del PCE, que iban a conformar y apoyar el Frente Popular nos muestra una enorme radicalización de las masas, que, faltas de una dirección revolucionaria, se veían obligadas a seguir a las organizaciones reformistas, muy basculadas hacia la izquierda (el enorme crecimiento del anarquismo también refleja este proceso), y que no hicieron otra cosa sino galopar a su espalda, frenando y canalizando su sano empuje espontáneo.

            Por su parte, la médula de la clase dominante española se encontraba, a mediados de la década, cada vez más en un callejón sin salida. La República estaba claramente quebrando en su misión de colchón fiscalizador contra la revolución, alejando a la oligarquía de aquellos sectores reformistas que había llamado para la gestión del Estado, a la par que, en el escenario internacional, la implacable marcha de las contradicciones imperialistas, agudizadas por la crisis económica, apresuraba a los distintos grupos imperialistas a tomar posiciones para el nuevo reparto del mundo que ya se barruntaba. Todo ello empujaba cada vez más al bloque burgués-terrateniente a olvidar sus vacilaciones y diferencias internas, para arriesgar una jugada en la que librarse de una República cada vez más inútil, y quién sabe si lanzarse a la aventura exterior.

            España había sido tradicionalmente un socio menor del imperialismo británico, que protegía de otros rivales los últimos restos del imperio colonial español. Este imperio aún proporcionaba pingües beneficios, pero la protección británica resultaba muy cara. Ésta cada vez resultaba más asfixiante, y las contradicciones se habían ido agudizando (un ejemplo es la prohibición de fortificar el protectorado de Marruecos –para evitar presiones sobre Gibraltar– en un momento en que las derrotas militares contra los independentistas rifeños eran particularmente gravosas y humillantes). En este contexto, y con la nítida formación de dos bloques imperialistas opuestos, la clase dominante española empezó a ver a Italia y, en menor medida, a Alemania, como la potencia que podía proveer las fuerzas necesarias para aplastar la situación revolucionaria y presionar al imperialismo británico, a la par que la posible derrota de éste en una nueva guerra abría perspectivas muy tentadoras para el bloque burgués-terrateniente (lo que aumentaba las contradicciones con la burguesía reformista, filobritánica, de la que Azaña era la cabeza visible).

Así pues, la situación española a mediados de la década de los 30, con unas masas cada vez más radicalizadas que empujaban hacia la revolución, una clase dominante desgarrada por la crisis intestina y un contexto internacional de maniobras imperialistas en preparación de una nueva guerra, que impedían o dificultaban un ataque coordinado contra la revolución, hacían de España uno de esos eslabones débiles que la coyuntura histórica, con sus factores objetivos y subjetivos, periódicamente forma en la cadena imperialista. Queda por ver si las fuerzas que se reclamaban de la revolución aprovecharían, o sabrían aprovechar, esta situación llena de peligros, pero también de posibilidades.

La Revolución de Octubre, acontecimiento universal, había despertado a la vanguardia revolucionaria del proletariado por todo el mundo, sumida hasta entonces en la anestesia descaradamente reformista de la socialdemocracia, en franca bancarrota desde el estallido de la Gran Guerra, y había propiciado la creación del organismo internacional de la revolución, la Internacional Comunista (Komintern).

Sin embargo, con la excepción de su partido de vanguardia, el Bolchevique, fogueado por décadas de deslindamiento ideológico con el oportunismo, imbricado con una práctica que había culminado gloriosa y brillantemente con la toma del poder y el inicio de la experiencia histórica de construcción del socialismo, la mayoría de las organizaciones que se vincularon a la Komintern adolecían de serias deficiencias en materia ideológica y, por tanto, política[3], ya que eran fruto de voluntariosas escisiones por la izquierda de las estructuras socialdemócratas, fruto del conmovedor impacto de la Revolución de Octubre, más que de una paciente labor de deslindamiento con las premisas teóricas de la II Internacional[4]. Ésta era la situación de la joven sección española de la Internacional Comunista.

Para el III Congreso de la Komintern, que se reunió entre junio y agosto de 1921, ya se había constatado el fracaso de las tentativas revolucionarias en Europa, sobre las que tantas esperanzas habían depositado los líderes bolcheviques, y la tendencia a la estabilización del sistema capitalista tras los sobresaltos de la guerra. Así pues, el Congreso, que debía establecer los principios tácticos a seguir, consideró que la situación de ofensiva revolucionaria, de asalto al poder, daba paso a otra de repliegue. Asimismo, el Congreso dio la tarea de atraer a la vanguardia, o a la mayor parte de ella, hacia las posiciones del comunismo como fundamentalmente resuelta (constitución organizativa del comunismo). Por lo tanto, este repliegue consistía en volverse hacia las masas para ganarlas a la política comunista. La táctica que se formuló fue la del Frente Único proletario. Sucintamente, éste consistía en la unidad de acción de las organizaciones obreras (revolucionarias y reformistas), sobre la base de las demandas concretas inmediatas de la clase obrera, con el objetivo, no de confeccionar un programa mínimo común o la ruptura de las masas con sus direcciones oportunistas, sino de incorporarlas a la lucha de clases para que se diesen cuenta, por su propia experiencia, de la justicia de la política comunista y de que la defensa consecuente de sus intereses sólo era posible a través de la dictadura del proletariado.

Sin embargo, la evolución de esta táctica, que se sustentaba sobre un delicado equilibrio (dialéctica entre las concesiones a las direcciones oportunistas para lograr la unidad y el acceso a las masas, y la lucha contra aquéllas para el desarrollo de la política revolucionaria), fue escaso, concretándose más en bruscas oscilaciones a derecha e izquierda que en un verdadero desarrollo, triunfando a partir del VI Congreso de la Komintern (1928) la desviación izquierdista de lucha a ultranza contra la socialdemocracia (socialfascismo), enajenándose las posibilidades de actuar sobre las mayoritarias masas obreras que seguían a estas organizaciones.

El PCE[5] no fue ajeno a estos bruscos cambios en la línea táctica, especialmente en sus vasculaciones izquierdistas, que sacudían a los partidos comunistas europeos. La táctica implementada durante la década precedente y los primeros tiempos de la II República confiaba en que el mero desenvolvimiento de la crisis capitalista llevaría a las masas hacia el Partido, obligando a las otras formaciones a desenmascararse. Obviamente este mecanicismo se puso en evidencia cuando la República reverdeció las esperanzas reformistas de las masas y tanto socialistas como anarquistas vieron crecer enormemente sus filas. Además, la creciente amenaza del fascismo y el inflamable contexto internacional hicieron que dentro del Partido se empezaran a abrir paso concepciones derrotistas, de claro matiz derechista, sobre las grandes dificultades que encaraba la revolución en España.

La línea izquierdista, representada por José Bullejos, fue perdiendo fuerza hasta que en octubre de 1932 fue expulsado de la secretaría general por intervención de la Komintern, cargo que fue ocupado por José Díaz, más inclinado a centrar las valoraciones en el peligro fascista y a la unidad, en principio de acción, con otras fuerzas obreras. Así, dentro del propio PCE ya se estaba gestando lo que iba a ser la futura línea, pero el punto de inflexión fundamental fue el VII Congreso de la Internacional Comunista (julio-agosto de 1935), donde nacen los Frentes Populares.

Este viraje táctico se encuentra expuesto y fundamentado en el famoso informe de Dimitrov ante el Congreso. En él se interpreta el ascenso del fascismo como una ofensiva del capital ante la que el proletariado debía responder con un repliegue. Éste se concretaba como una alianza del proletariado, a través de su Frente Único, con otras clases –campesinado, pequeña burguesía...–, para formar un Frente Popular que hiciese frente a la amenaza fascista. A pesar de que Dimitrov señala que debe ser el proletariado quien hegemonice estas alianzas interclasistas, su puesta en práctica conducirá indefectiblemente por otros derroteros.

Por otra parte, a nuestro entender, la definición que Dimitrov realiza del fascismo como forma estatal resulta algo insuficiente, centrándose sobre todo en cuestiones de forma:

“El fascismo en el poder, camaradas, es (...) la dictadura terrorista abierta de los elementos más reaccionarios, más chovinistas y más imperialistas del capital financiero.” 

Y más adelante: 

“La subida del fascismo al poder no es un simple cambio de un gobierno burgués por otro, sino la sustitución de una forma estatal de dominación de clase de la burguesía –la democracia burguesa– por otra, por la dictadura terrorista abierta.”

Esta formulación abre la puerta a un embellecimiento de la democracia burguesa, forma estatal de dominación de clase que también sabe y ha sabido aplicar una brutal represión o una dictadura terrorista abierta. Baste recordar el trato dispensado por la joven república alemana a los espartaquistas, o el de la República Federal de Alemania a los luchadores de la RAF, por no volver sobre los célebres ejemplos de Casas Viejas o Asturias durante la II República española. Lo que queremos señalar es que esta forma de tratar la cuestión peca de superficialidad y creemos que es más acorde con el espíritu marxista la que hemos dado más arriba, que se centra en la composición de clase y en las posibilidades de participación política (expresión concentrada de la economía, como decía Lenin, en la que el proletariado se encuentra siempre sometido) entre las clases y sectores socialmente dominantes. El olvido de una perspectiva de clase más profunda hará que, a medida que vayan caricaturizándose las tesis dimitrovianas, se llegue a equipar simplonamente fascismo con contundencia represiva.

La formulación de este viraje en la línea de la Komintern, que pasaba de enajenarse la influencia entre las masas en aras de la protección de los principios ideológicos a buscar alianzas con otras clases, aún con el peligro de rebajas ideológicas, como en los hechos sucedió, coincide con una situación internacional en la que los dirigentes soviéticos, que ya estaban transitando de la concepción de la URSS como una base de apoyo de la Revolución Mundial a la de que el país era la base de esta revolución, buscaban una alianza con los imperialistas franco-británicos frente al agresivo imperialismo alemán. Esta alianza, planteada además al modo burgués, en el nivel Estado a Estado, era una prioridad de la política soviética, al punto que estaban dispuestos a renunciar a avances revolucionarios en otras partes del globo, lo que es coherente con la identificación URSS=Revolución Proletaria Mundial, para sellarla.

Así pues, todos los elementos estaban sobre la mesa para que el PCE se adhiriera entusiasta y acríticamente a esta nueva política. Además, en el Estado español se daban circunstancias que hacían que esta línea fuera a ser particularmente nociva. Amén de la ya señalada falta de madurez ideológica y política del Partido (lo que no es exclusivo del caso español), no existía un Frente Único en el sentido leninista, que para Dimitrov debía ser el basamento básico del Frente Popular, lo que llevó a identificar un arduo trabajo de masas con un simple pacto electoral, y la unidad de acción se convirtió cada vez más en la búsqueda de la unidad orgánica (lo que ya no puede achacarse sólo a la inmadurez de los comunistas españoles, ya que era apoyada por la dirección de la Komintern) con los socialistas (y se avanzó mucho en este aspecto: JSU, PSUC), que, a pesar de sus veleidades izquierdistas, se encontraban lejos de ser un partido revolucionario[6]. Así, la adhesión eufórica al Frente Popular llevó a la total desviación derechista de la táctica de Frente Único, sacrificando, en aras de la unidad, la más fundamental de las máximas tácticas leninistas: la independencia política del proletariado. Valga como ejemplo, y como lo que desde el punto de vista leninista sería una prueba acusatoria, lo que también corrobora la propia historia oficial del PCE:

“Queremos marchar unidos con vosotros en los combates futuros –decía José Díaz a los socialistas–. Queremos marchar unidos con vosotros hasta que lleguemos a fundirnos en un solo Partido...”[7]

Desde luego, esta renuncia a cuestiones de principio a cambio de la unidad con fuerzas no revolucionarias tuvo su continuación lógica en la renuncia, en los hechos, al objetivo del Comunismo. Una vez que estalló la guerra, que, con el levantamiento espontáneo de las masas y la quiebra del Estado, abría prometedoras perspectivas revolucionarias (sobran comentarios sobre la estúpida dicotomía ganar la guerra versus hacer la revolución), el PCE, políticamente, subordinó todo a la defensa de la legalidad republicana, es decir, de la forma sancionada de dominación de la burguesía, en un momento en que el proletariado ya tenía de hecho las armas en la mano y la revolución era una necesidad sentida por las masas. Asimiló la democracia burguesa a una democracia de nuevo tipo, convirtiéndose en los paladines de la pequeña propiedad burguesa frente a los excesos de los incontrolados, con la vana esperanza de conseguir el apoyo británico y francés para el esfuerzo de guerra republicano, y olvidando completamente el horizonte de la dictadura del proletariado. Posteriormente, en los países de democracia popular esta nueva forma estatal que debía facilitar la transición al socialismo, acabará identificándose totalmente con éste y con la dictadura del proletariado. Militarmente, el PCE creó una eficaz organización militar, el Quinto Regimiento, pero se la entregó a la burguesía republicana, combatiendo al modo burgués –ejércitos regulares en campo abierto– sin desarrollar una propaganda revolucionaria en ambas retaguardias para poder proveerse de fuerzas auxiliares de guerrilla; es decir, renunció a practicar una verdadera guerra popular. Pero seguramente donde sea más paradigmática la subordinación del PCE a la burguesía sea en su política en el campo.

La ambigüedad con que se zanjó el debate sobre el carácter de la revolución pendiente en el Estado español (democrático-burguesa o socialista), permitió a los dirigentes del PCE caracterizar como feudal el campo español, siendo, por lo tanto, justo el apoyo a los sectores burgueses y bloqueando toda medida mínimamente revolucionaria, aún fruto del espontaneísmo de las masas. Aunque ciertamente existían elementos feudales en el campo español, algunos autores señalan que no era correcto caracterizar así su régimen social y que sería más propio hablar de capitalismo poco desarrollado[8]. Aún así, el PCE ni se planteó la alternativa de la colectivización socialista, apoyándose cada vez en los pequeños propietarios y sus intereses.

En conclusión, no se trata de que cuestionemos la necesidad de alianzas tácticas (este breve repaso del periodo republicano se ha limitado a señalar algunas fallas de una pretendida política revolucionaria, sin pretender plantear alternativas), sino de que éstas jamás, y ésta es una condición sine qua non de la política revolucionaria, deben cuestionar la independencia política del proletariado ni comprometer el objetivo histórico de la clase obrera, la sociedad comunista. En la experiencia histórica del Frente Popular, y particularmente en este país, ambas cosas sucedieron.

3. El republicanismo, enfermedad paralizante del comunismo español

La falta de una línea política revolucionaria durante la guerra tuvo como efecto una progresiva parálisis de las masas y, finalmente, una áspera derrota y décadas de terror fascista. Se puede decir que el proletariado español todavía no ha conseguido recuperarse de esta derrota ni de las causas que la propiciaron, y aún hoy sigue sin haber conseguido reconstituir su organización revolucionaria ni, por tanto, haberse forjado una línea y un programa revolucionarios. Uno de los síntomas más evidentes de esta derrota que ha dejado totalmente desarmado al proletariado es la continua y repetitiva permanencia, tanto en los programas, líneas políticas y hasta en el subconsciente de los comunistas españoles, de la necesidad de una fase republicana en el camino hacia la revolución.

El intento de reforma de la burguesía republicana llegó demasiado tarde para desactivar la exacerbación de la contradicción entre la burguesía y el proletariado, pero los dirigentes de éste, en lugar de adoptar la postura, mucho más acertada desde el punto de vista revolucionario de oposición a un régimen desgarrado por múltiples contradicciones y luchas internas, se convirtieron en los adalides y en el principal puntal de este proyecto, a la par que por el camino olvidaban la misión revolucionaria. A pesar de que ello sólo llevo a la derrota, la incapacidad para comprender sus causas generó una voluminosa mística[9], fomentada por la abnegación de los militantes del PCE, única organización obrera con una verdadera implantación en el interior del país durante el primer franquismo.

Sucintamente, esta mortificadora parálisis se ha expresado políticamente en la necesidad de una fase intermedia al socialismo, necesidad imperativa, según los grupos, por múltiples razones. Un par de ejemplos nos ilustrarán, pero valga decir que, en la España de los 70, tras un enorme desarrollo del capitalismo, aún a punta de fusil (el desarrollo armónico y democrático de este sistema sólo existe en la mente de los economistas burgueses), durante las décadas precedentes, no cabían las dudas razonables o la legitimidad del debate sobre el carácter de la revolución pendiente, ya socialista a todas luces.

Así, entre todas las organizaciones que se escindieron del PCE revisionista, ninguna fue capaz de propugnar directamente la revolución socialista como salida a cuarenta años de fascismo, interponiéndose en todos los programas una fase intermedia, lo que, unido a la incapacidad para comprender las tareas de reconstitución del Partido Comunista y los requisitos indispensables para considerar que éste existe –lo que, por otra parte, era menos evidente durante el Ciclo revolucionario, pues algunas de las circunstancias propiciadas por Octubre, la revolución proletaria como referente político a nivel mundial, aún se mantenían– suponía la subordinación de la clase obrera a diversos intereses burgueses. Ejemplos de ello son el análisis del Estado español como colonia del imperialismo yanqui y, subsecuentemente, el llamamiento a la lucha de liberación nacional y a una alianza  popular con una burguesía nacional que hacía el PCE (m-l), o el de la necesidad de una fase antifascista, que se traduciría en una República Popular, por lo visto, verdaderamente democrática, que proclamaba, y proclama, el PCE(r), fruto de un mecanicismo histórico extremo que vincula unívocamente imperialismo y fascismo.

Estos ejemplos son sintomáticos de la línea que caracterizaba al grueso de los destacamentos comunistas de entonces y que, aún practicando la lucha armada, dejaron al proletariado desarmado políticamente, por lo que sus fuerzas fueron canalizadas por el planteamiento de la ruptura democrática (que no cuestionaba desde la óptica clasista el proyecto de reforma política de la burguesía, sino sólo algunos de sus aspectos, como la velocidad o profundidad de las reformas; es decir, estaba planteada desde el punto de vista de la pequeña burguesía), ya de por sí debilitado ante la ausencia articulada de la opción revolucionaria[10]. Finalmente, la opción rupturista fue derrotada y, con la estabilización de la reforma política burguesa, cayó, junto con el republicanismo, en el pantano burgués de la marginalidad institucional y política.

4. La crisis del consenso de 1978 y la reconfiguración de la izquierda 

            Sin embargo, la actual situación tras treinta años de relativamente estable parlamentarismo burgués, presenta una serie de tendencias objetivas y convergentes que apuntan a la factibilidad de la construcción de un proyecto político basado en la reivindicación de la III República; todo ello, por supuesto, en perjuicio del proletariado revolucionario.

            En el plano político más elevado, el de los sectores que controlan las riendas del Estado, se vislumbra, cada vez más claramente, la agudización de la tendencia a la ruptura del consenso político-institucional rubricado en 1978. Ésta se inició durante la mayoría absoluta parlamentaria del PP y estuvo marcada por la unilateralidad de la política de este partido, que ponía en entredicho aspectos fundamentales de aquel pacto político. La integración de las burguesías nacionales dentro del bloque dominante se sancionó políticamente con la implantación del Estado de las Autonomías. No obstante, el PP no sólo cuestionó este modelo y su desarrollo, tal como exigen dichas burguesías, cuestionamiento que hunde sus raíces ideológicas en el más rancio españolismo franquista, sino que fue más allá, al punto de poner fuera de la ley, y de las instituciones, a sectores de estos grupos a los que, de buena o mala gana, se permitía su participación, como la pequeña burguesía independentista vasca, y a poner en el punto de mira de esta fascistización del Estado, haciendo tabla rasa de los nacionalismos, a grupos hegemónicos en sus ámbitos nacionales, como el PNV; lo que no podía por menos que inquietar a la burguesía catalanista y a todos aquellos sectores que, en mayor o menor medida, se benefician del actual ordenamiento territorial. Esta agresiva política tenía su correlato en el plano internacional, con el alineamiento, sumiso y sin ambages, junto al imperialismo estadounidense, cuestionando ahora el proceso de conformación política de un bloque imperialista europeo coherente (aquello de la vieja y nueva Europa). Aquí, el ataque iba enfilado contra poderosísimos intereses hegemónicos del capital financiero español, una de cuyas principales zonas de actuación es América Latina, lo que hace que, a nivel de clase, la burguesía financiera española exija la consolidación de este proyecto europeísta para, en el largo plazo, exigirle al yanqui, poder hegemónico en el subcontinente, un nuevo reparto más acorde con sus apetencias predatorias.

            Estas medidas, entre otras, provocaron el ensanche de las diferencias en el seno del bloque dominante y provocaron, al lesionar intereses muy poderosos e influyentes, la derrota electoral del PP. Es así como hay que entender las masivas manifestaciones contra la invasión de Irak o por la manipulación de los ataques del 11-M, cuyo carácter masivo, además de por una justa indignación ante la descaradamente reaccionaria política de la derechona, estuvo motivada principalmente por la cobertura ideológica y material de grupos vinculados a sectores del stablishmennt (plataformas de intelectuales, cadenas de televisión y radio...). Así, nada más ingenuo o malintencionado que caracterizar como populares esta movilizaciones, pues fueron incapaces de generar un programa político alternativo y estuvieron instrumentalizadas ideológica (no a la invasión ilegal...) y políticamente (PSOE) por sectores del bloque dominante que la canalizaron hacia el parlamento, quedando en cantos de sirena y espejismo una vez que se consumó el cambio de gobierno.

            Por otra parte, parece claro que la política del PP obedece a intereses de sectores sociales emergentes por el desarrollo del capitalismo español de las últimas décadas y que no se sienten cómodos por el statu quo que, tanto en el interior como en el exterior, propició el consenso de 1978 (el análisis concreto de la fisonomía de estos grupos sociales no es el cometido de este artículo y, de confirmarse la tendencia, ha de realizarse en el futuro), ya que la salida de Aznar y acontecimientos como la tregua de ETA no han debilitado a los sectores duros que implementan esta política, y cuya agresiva oposición, encaminada a un rápido desgaste del gobierno para volver al poder, acentúa las contradicciones y la polarización política.

            Más abajo, el plano de la izquierda, tanto dentro como fuera de las instituciones, está marcado por la crisis de IU, expresada en la serie de batacazos electorales y en la crisis en que se halla sumida la coalición, cada vez más identificada, de la mano de Llamazares, con el PSOE, crisis escenificada por la salida el pasado año de Corriente Roja (CR). Este grupo representa perfectamente el proceso de reorganización en que se encuentra la izquierda de este país, que ante el vacío institucional que está dejando IU pugna por ocupar su puesto dentro de él.

            Este escenario político de crisis de la izquierda institucional y de agudización de las contradicciones internas en el bloque dominante, también está siendo aprovechado por aquellos intereses que quedaron marginados por la forma en que se realizó la reforma política burguesa, lo que se expresa cultural y políticamente (todos los grupos de esta izquierda han recogido la consigna) de unos años acá como recuperación de la memoria histórica. Significativamente, este movimiento está apoyado por el sector más reformista y liberal del bloque dominante, lo que sin duda expresa el interés de éste por mantener el colchón que permita canalizar hacia las instituciones las contradicciones con una izquierda cuya radicalización podría exacerbarse si se la mantiene al margen del aparato de juego político entre los sectores socialmente dominantes, cuya máxima expresión es el parlamento y, de paso, ganarse una base social útil si el enfrentamiento interno con el otro sector del bloque dominante se agudiza aún más.

            La única condición que el capital exige es la renuncia a cualquier veleidad revolucionaria y la aceptación, radicalismo verbal aparte, de las reglas de juego de la dominación de la burguesía. El proyecto de la III República, cada vez más perfilado como opción electoral, se adapta perfectamente a esta exigencia y se ha convertido en la bandera de reorganización y agrupación de todo género de reformistas y oportunistas, deseosos de disfrutar de las ventajas de la aceptación por parte del gran hermano burgués, y, quién sabe, tal vez llevarse por delante alguna corona.  

5. Los epígonos de la República, hoy

            Estos cambios en el escenario político del país, importantes de por sí, exigen un posicionamiento del proletariado revolucionario; posicionamiento más urgente y acuciante debido a que en la conformación de este movimiento republicanista se hallan implicados el grueso de las organizaciones que se reclaman del marxismo y la revolución, canalizando las energías de la vanguardia y propagando perniciosos planteamientos sobre las tareas que exige la reactivación del movimiento revolucionario; ideas que, de triunfar, prolongarían indefinidamente la larga y agónica esclerosis que viene sufriendo el proletariado.

            Entre la gran cantidad de comunicados y documentos, podemos destacar varias ideas fundamentales y comunes a estos grupos: además de la sempiterna fase intermedia al socialismo y ese culto a la espontaneidad de las masas, tan pernicioso y tan característico de la tradición del movimiento comunista, está la acusación lanzada contra el actual sistema monárquico, singularmente antidemocrático, de ser la causa de todos los males que afectan a las masas laboriosas de este país, con lo que ello supone de descarga y embellecimiento del capitalismo en general y de la democracia burguesa en particular. Todo ello sazonado, irónicamente, con concepciones políticas pre-marxistas.

            5.1. Embellecimiento de la democracia burguesa 

            Si algo sorprende a primera vista, son las constantes alusiones a la legalidad y a la legitimidad que llenan los pasajes de los numerosos manifiestos republicanos; alusiones al menos paradójicas cuando provienen de alguien que dice ser partidario de la revolución. Estas referencias hacen que resulte difícil distinguir el ala izquierda de la derecha del movimiento. Dice el PCOE:

            “Hoy día 18 de julio se conmemora el setenta aniversario en que la gran burguesía española y el Ejército se alzaron contra el gobierno del Frente Popular, contra el gobierno elegido por el Pueblo Español, y contra la legalidad...”

            Y CR:

            “Aquí [la monarquía] es, además, especialmente ilegítima por proceder de una imposición del franquismo, aceptada bajo la amenaza de continuación de la dictadura...”

            Estos lamentos sobre la legalidad y la legitimidad estarían más en su lugar entre carlistas que entre marxistas. La legalidad, entramado regulado que rige el Estado, es, como éste, un producto de la existencia de clases y de la correlación, lucha y alianzas entre ellas. Pero todos los manifiestos republicanistas hablan en términos absolutos, olvidan las clases y, además de aumentar, a base de repeticiones machaconas, las ilusiones de las masas por la legalidad, casi no llegan a ocultar algo mucho más profundo e interesante. Tal vez las formas legales de la República, cuyo advenimiento, por otra parte, también supuso una ruptura de la legalidad, desaparecieran, pero la estructura del Estado, sus puntales, es decir, ejército, policía, burocracia... no sólo se mantuvieron sino que, sin más, mutaron en fascistas. Es decir, la República heredó una estructura estatal de la monarquía pasada, y no sólo la mantuvo, aún cambiando algún aditamento legal, sino que la desarrolló (creó, por ejemplo, la Guardia de Asalto, cuyo carácter democrático se demostró en Casas Viejas), siendo su médula fundamental la que conformó el Estado franquista y la que todavía hoy nos oprime. Así pues, independientemente de la existencia de tronos, la actitud del proletariado hacia el Estado continúa siendo, como hace un siglo, y aún antes:

            “La idea de Marx consiste en que la clase obrera debe destruir, romper, la ‘máquina estatal existente’ y no limitarse simplemente a apoderarse de ella. (...) En estas palabras: ‘romper la máquina burocrático-militar del Estado’, se encierra, concisamente expresada, la enseñanza fundamental del marxismo en cuanto a las tareas del proletariado respecto al Estado durante la revolución.”[11] 

            Además, la revolución, entre otras cosas, ¿no significa la ruptura, la ruptura violenta, de la legalidad? Estos quejidos filisteos no contribuyen a educar al proletariado en la necesidad ineludible de la guerra popular, de la lucha violenta, que todo verdadero cambio social implica, y en prepararle para ella; significa más bien todo lo contrario, la renuncia a la educación revolucionaria de las masas, y a la propia revolución, en aras de un mezquino arsenal político, que aprovecha la actual credulidad de los obreros en la benevolencia de la legalidad.

            Por otro lado, encontramos abundantes referencias a un supuesto déficit democrático en el Estado español. Así, CR, nos dice:

            “La Constitución de 1978 es la cobertura ideológica de un proceso que permitió a la burguesía mantener indemne su poder bajo nuevas formas, con una democracia formal seriamente limitada.”

            Y el PCOE, entre sus 15 razones para luchar por la República Democrática y Popular, nos asegura:

            “Porque el sistema electoral burgués presenta singulares anomalías antidemocráticas, como es, que un individuo de procedencia distinta a una ciudad e incluso sin haber estado nunca en ella, puede ser elegido alcalde, en tanto, los vecinos, que día a día luchan en sus barrios por solucionar los problemas de su vecindad, es posible que ni siquiera tengan opción alguna a presentarse.”

            Esta cuestión formal, denunciada por el PCOE, no tiene nada de anómalo ni singular en un sistema representativo, que basa la soberanía en un sujeto abstracto, la Nación, siendo el modelo mayoritariamente utilizado en las dictaduras burguesas occidentales. No tiene que extrañar que la lógica de este sistema se descuelgue desde el parlamento hasta instancias menores, como los ayuntamientos.[12] Además, esta razón muestra una concepción estrecha, muy en boga entre los comunistas de hoy en día, y cuyo espíritu es profundamente hostil al marxismo. Refleja la sobreestimación de que el movimiento espontáneo y las luchas concretas inmediatas (las asociaciones vecinales en este caso), por supuesto legítimas, pueden llegar a generar por sí mismas un movimiento político articulado, susceptible, llegado el caso, de convertirse en revolucionario. Esto es lo que puede llegar a desprenderse cuando un grupo revolucionario da esta razón, junto con sólo catorce más, para luchar por algo. Además esta estrechez, muy acorde con el empirismo, la inmediatez y el espontaneísmo, podría abrir las puertas para el destierro de puntales básicos del marxismo, como el internacionalismo. Contrariamente a este espíritu, Engels escribía:

            “El mismo día 30 fueron confirmados en sus cargos los extranjeros elegidos para la Comuna, pues la bandera de la Comuna es la bandera de la República mundial.”[13]

            En cuanto a la aseveración de CR, decir que también calza perfectamente en otras situaciones históricas; por ejemplo: La Constitución de 1931 es la cobertura ideológica de un proceso que permitió a la burguesía mantener indemne su poder bajo nuevas formas. Prueba de ello es que, cuando la forma republicana se mostró tan ineficaz en aplacar la combatividad de las masas, la burguesía lanzó su máquina burocrático-militar, su Estado, para aplastarlas, y, durante unos días, aún dudó en mantener las formas republicanas.

            Pero de nuevo, lo fundamental es que toda esta pléyade de marxistas han olvidado la sencilla indicación de Lenin de preguntar para qué clase es la democracia, la libertad, etc. Dudamos que la burguesía financiera española se queje de un déficit democrático, pues este Estado es su democracia, es el acuerdo civilizado entre sus distintas facciones para organizar lo mejor posible la explotación del trabajo asalariado y de los pueblos oprimidos. La cuestión es que todo Estado, independientemente de que sea la monarquía española o la república francesa (o una futurible –o pasada– república española) es un producto histórico que sólo aparece en el momento en que la sociedad se divide en clases enfrentadas, algunas de las cuales viven de la explotación del trabajo de otras. El Estado burgués es, además, la culminación de este proceso, su forma más perfeccionada, evolucionada de formas pasadas como el Estado absolutista.

            Así, la mera existencia de este órgano implica la existencia, no sólo de este acuerdo entre las clases dominantes para el disfrute de la explotación (democracia), sino también de una situación de fuerza y coerción tendente a la perpetuación de esa dominación sobre las clases explotadas, es decir, una dictadura. Éste es el aspecto fundamental y hacia el que debería ir dirigida la propaganda que se pretendiera revolucionaria.

            Lenin expresa claramente este hecho:

            “El Estado es producto y manifestación del carácter irreconciliable de las contradicciones de clase. El Estado surge en el sitio, en el momento y en el grado en que las contradicciones de clase no pueden, objetivamente, conciliarse. Y viceversa: la existencia del Estado demuestra que las contradicciones de clase son irreconciliables.”[14]

            Lenin en este momento lucha contra aquellos ideólogos que, aceptando las clases y su lucha, defendían que el Estado podía ser un benigno órgano de conciliación entre ellas. Todo ello no puede sino traernos a la cabeza esta bucólica república democrática que, una vez expulsado el rey, establecerá esta democracia avanzada, que, al parecer, por su sola forma nos depositará jubilosos en el socialismo. Así, el fin de toda la lucha es esta democracia, ya limpia de déficits, singularidades y anomalías; a partir de aquí, nada, ni clases, ni lucha entre ellas, ni, por supuesto, una palabra acerca de las tareas del proletariado. ¡La culminación del progreso de la humanidad! Lenin, hace casi un siglo, era capaz de ver mucho más allá:

            “...Engels, al hablar de la ‘extinción’ y –con palabra todavía más plástica y gráfica– del ‘adormecimiento’ del Estado, se refiere con absoluta claridad y precisión a la época posterior a la ‘toma de posesión de los medios de producción por el Estado en nombre de toda la sociedad’, es decir, posterior a la revolución socialista. Todos sabemos que la forma política del ‘Estado’, en esta época, es la democracia más completa. Pero a ninguno de los oportunistas que tergiversan desvergonzadamente el marxismo se le viene a las mientes la idea de que, por consiguiente, Engels hable aquí del ‘adormecimiento’ y de la ‘extinción’ de la democracia. Esto parece, a primera vista, muy extraño. Pero sólo es ‘incomprensible’ para quien no haya comprendido que la democracia es también un Estado y que, en consecuencia, la democracia también desaparecerá cuando desaparezca el Estado. El Estado burgués sólo puede ser ‘destruido’ por la revolución. El Estado en general, es decir, la más completa democracia, sólo puede ‘extinguirse’.”[15]

            5.2. Identificación del capitalismo con la monarquía 

            Otro aspecto a destacar de la ingente cantidad de manifiestos de estos grupos es la vinculación, explícita o implícita, de todos los problemas que el capitalismo genera con la monarquía.

            La pequeño-burguesa Plataforma de Ciudadanos Por la República (PCPR) escribe:

            “La bandera republicana, como símbolo de rebeldía y resistencia expresa el rechazo a un orden social en el que la barbarie se extiende, los espacios de libertad se restringen, así como los derechos laborales y sociales (...) El capitalismo es la negación de la democracia.”

            Así, los pequeño-burgueses vinculan directamente el republicanismo con el anticapitalismo y, como el capitalismo parece ser la negación de la democracia, una vez expulsado el rey y establecida la democracia con la III República, hemos de suponer que los males del capitalismo también desaparecerán.

            Éstas son las cantinelas antimarxistas a las que nos tiene acostumbrados esta clase social, pero lo extraño debería ser que grupos marxistas suscriban tales mistificaciones, como así hacen numerosos grupos, y, aún más, mantengan tesis similares en su propia propaganda. Así, CR no duda en identificar a:

            “...la monarquía como el elemento central de la actual forma de dominación oligárquica, frente a la cual la República aparece como una esperanza.”

            Y en el programa de ocho puntos, que pretende ser la base mínima desde la que articular el movimiento republicano, y que ha sido suscrito por numerosas organizaciones comunistas, podemos leer en el séptimo, significativamente llamado Defensa de la República:

            “Erradicación definitiva de los privilegios de clase o estirpe para lograr que se hagan realidad los irrenunciables ideales de libertad, igualdad y fraternidad.

            Históricamente, el elemento central de la actual forma de dominación se basa en la explotación del trabajo asalariado. Políticamente, la monarquía actual es la rúbrica del pacto entre los diversos sectores dominantes, la expresión de su alianza, realizado al final del franquismo para organizar la explotación en adelante, lo que, además, supuso la integración en el aparato político burgués de nuevos sectores (burguesía nacional vasca, catalana, sectores de la pequeña burguesía, aristocracia obrera...), con la consiguiente ampliación de la democracia en su seno. Por supuesto, para el proletariado esta ampliación supuso algunas migajas en forma de algunos derechos y una menor represión (también dada por la desarticulación del movimiento de resistencia), pero su explotación y la dictadura sobre él se mantuvo incólume. No obstante, de ningún modo se colige que la abolición del trabajo asalariado vaya a venir por el mero hecho del derrocamiento de la monarquía y la modificación del actual sistema de alianzas burguesas, cosa que, por otra parte, ya se ha realizado en el pasado sin estas consecuencias. Lo único que puede cambiarlo realmente es la revolución proletaria.

            Además, resulta paradójico que en otros panfletos republicanos, como el Manifiesto Joven por la III República, se enumeren los mismos síntomas de degradación de las condiciones de vida de las masas, lo que aquí se achaca a la monarquía, y se alabe la lucha contra esta misma degradación en la República francesa.

            Sin embargo, las mistificaciones llegan a una culminación mórbida cuando se llega a sostener que el Estado español está sometido a potencias extranjeras. El cuarto de los ocho puntos se titula Independencia nacional; y el PCOE también se suma:

            “...al estar el estado español bajo el control y el designio de potencias extranjeras, estaremos siempre en peligro de vernos envueltos en guerras de rapiñas imperialistas...”

            O que:

            “...la Constitución europea que representa los intereses del imperialismo europeo ha vaciado de contenido las instituciones nacionales anulando las pocas facultades que tenían el parlamento y el gobierno para resolver los problemas del pueblo español...”

            Qué patética disculpa del carácter imperialista del Estado español, que ahora resulta, por la sumisión que nos impone la monarquía, un país oprimido. La exportación de capital y la opresión sobre otros pueblos que este Estado realiza pródigamente, especialmente en América Latina, se pasa por alto. La instalación de bases militares extranjeras en España se debe a la posición de potencia secundaria dentro del sistema imperialista mundial, sistema que la burguesía financiera española acepta gustosamente y que le permite obtener grandes superganancias en el exterior. Además, esta posición secundaria no le impide al Estado español, a su vez, mantener bases militares y tropas en el extranjero, en descaradas guerras de rapiña (Afganistán, ex-Yugoslavia, Líbano...)[16] a las que nuestra burguesía acude encantada sin que nadie necesite empujarla.

            El segundo párrafo del PCOE muestra a las claras que la incongruente identificación del capital con la monarquía (que sí es un elemento capitalista, pero en ningún modo irrenunciable para el mantenimiento de la dominación burguesa) se complementa maravillosamente con el embellecimiento de la democracia burguesa. Ahora los pobres e inermes parlamento y gobierno españoles, representantes de la Nación, se ven despojados por la malvada Europa de las pocas facultades para, cual señor feudal, paternal y cariñosamente solucionar los problemas de ese hijito suyo, el pueblo. ¡Descarada defensa del parlamentarismo!, al que se le suponen aptitudes para –suponemos que pensará el PCOE– siempre que exista ese grupo parlamentario comunista, ocuparse de los males que aquejan a las masas. El marxismo-leninismo ha dejado siempre sentado que el parlamento no es más que un órgano de dominación de la burguesía, que no puede ser otra cosa; y es, además, el lugar idóneo para que las distintas facciones de la burguesía, clase económica y socialmente heterogénea y, por tanto, con contradicciones entre sí, pueda ventilar civilizadamente sus disputas intestinas. Los comunistas sólo tienen el deber de acudir al parlamento (y sólo cuando lo consideren necesario) para usarlo como tribuna agitativa, para desenmascararlo y para aprovechar las contradicciones internas de la burguesía; de hecho, el pueblo sólo empezará a solucionar sus problemas cuando él mismo erradique el parlamentarismo.

            En cuanto a que la UE socava las facultades del parlamento nacional, en realidad sólo limita las de las fracciones más débiles de la burguesía (de las que, con esta defensa, el PCOE se muestra descaradamente como representante), en favor de las fracciones con capacidad de juego transnacional, es decir, a favor de la burguesía imperialista, que, además, refuerza el parlamentarismo nacional al desviar el descontento de las masas hacia instancias más lejanas (lo que viene de Bruselas o Estrasburgo).

            Por supuesto, el rechazo del imperialismo europeo de estos grupos republicanos no es tan rotundo como parece, pues en los ocho puntos se acaba reclamando, cómo no, la Europa social y de los pueblos. Esto no es otra cosa que la repetición del discurso imperialista europeo, adaptado a las inquietudes de los nuevos oyentes, la pequeña burguesía, pues supone hurtarle a las masas el conocimiento de los mecanismos que rigen el imperialismo y las posibilidades de su transformación, que es por la ruptura del eslabón más débil de la cadena imperialista, eslabón que no entiende de chovinistas ámbitos geográficos. Frente a esta consigna, la del proletariado es ¡Viva la Revolución Proletaria Mundial! ¡Por la federación de pueblos libres!

            5.3. ¿Dos republicanismos?  

            Como hemos visto, estos elementos, monarquía unida a un capitalismo antitético a la democracia, concepto desvestido de toda significación clasista, que se establecería con el advenimiento de la República, son el eje central del discurso republicano para atraerse a las masas, compartido por todas las organizaciones que forman parte de este movimiento; pero, no obstante, existen diferencias y matices en el seno del republicanismo, aunque de forma, pues, como habremos de ver, comparten muchas más concepciones de fondo, ya que la mayoría de los grupos que lo conforman se reclaman del comunismo y provienen, fundamentalmente, de la misma tradición.

            Por un lado, tenemos lo que podríamos denominar republicanos del 14 de abril, que forman la mayor parte del movimiento, agrupado en torno a los ocho puntos. La rueda de la historia ha avanzado mucho como para que no incluyan una fraseología anticapitalista (también la profesión de fe comunista de la mayoría de sus componentes), pero la República que reivindican es más abstracta, más entroncada con el republicanismo clásico y con el jacobinismo, es decir, con el democratismo pequeño-burgués. Es grotescamente irónico que un movimiento que se pretende adaptado a los nuevos tiempos y circunstancias concretas hunda sus raíces ideológicas en concepciones pre-marxistas, con una especial incidencia de una especie de regeneracionismo moral basado en el laicismo, la insistencia en la soberanía popular y, como sujeto, una sociedad civil abstracta, no atravesada por la fractura de clases. Significativamente, alguno de sus manifiestos viene encabezado por citas de ¡la Declaración de derechos del hombre y el ciudadano de 1793! Ya no se sabe a quién quieren defenestrar estos señores, a Juan Carlos I, a Alfonso XIII...o a Luis XVI.

            Por otro lado, un poco más a la izquierda, se sitúa otro grupo, al que nos podemos referir como republicanos del 16 de febrero, representados básicamente por el PCOE y el PCE(r), más vinculados con la tradición de la III Internacional y del Frente Popular. Se caracterizan por una mayor insistencia en los cambios económicos que ha de traer la nueva forma de Estado, aunque en realidad continúan en el mismo marco conceptual, compartido por todas las confesiones que forman parte del movimiento comunista, entremezclado con la mística frentepopulista, tenazmente aferrada al cerebro de los comunistas. El resultado es una amalgama donde todo se mezcla ininteligiblemente: fase de transición, nacionalizaciones, socialismo... El PCE(r) lo expresa gráficamente:

            “La República Popular por la que nosotros luchamos, además de las viejas aspiraciones democráticas, resume también la necesidad de expropiar a los grandes financieros y capitalistas, es decir, el socialismo.”

            También el PCOE:

            “Una República donde debe cambiar la estructura económica. Una República Democrática y Popular que despoje de los medios de producción a la burguesía y los nacionalice, garantizándose así la democracia económica, social y cultural.”

            La confesión de la pertenencia al mismo marco conceptual nos la dan, en abstracto, CR y el PCPE:

            “...como organizaciones revolucionarias y en el marco de la lucha por el socialismo, nos reafirmamos tanto en la lucha contra la monarquía y la Constitución de 1978, como en el objetivo de la III República democrática y popular.”

            Como hemos visto, toda esta confusión tiene su origen en la degeneración de las tesis dimitrovianas del Frente Popular, degeneración que ha llevado indefectiblemente por los mismos derroteros de claudicación revolucionaria, lo que nos lleva a preguntarnos por la validez de las tesis de Dimitrov, generalmente aceptadas. Este fugaz camino degenerativo ya se vio durante la Guerra Civil española y tomó su forma estatal más coherente en las llamadas democracias populares, que ahora algunos parecen querer resucitar. De ser consideradas una forma de transición a la dictadura del proletariado, en un tiempo muy breve se las acabó identificando con el socialismo, entendido, por supuesto, al modo soviético a partir de la Constitución de 1936, sin clases (o con clases hermanas) ni lucha de clases.

            Toda esta concepción, que, de la mano de la experiencia soviética, acabó hegemonizando el Movimiento Comunista Internacional, se completaba con la identificación, extendidísima hoy como vemos, entre nacionalización o estatalización por un lado y socialización de los medios de producción. La ecuación era muy simple, el proletariado domina el Estado y éste los medios de producción, luego los medios de producción están en manos del proletariado.

            El estudio de la experiencia del Ciclo de Octubre, el Balance, ya nos está mostrando que esta identificación entre propiedad jurídica y relaciones sociales, junto con la creencia en la neutralidad del Estado como herramienta de transformación, era falsa y condujo al proletariado hacia desastrosas consecuencias. Estos planteamientos hundían sus raíces en la vulgarización kautskiana del marxismo y en Lassalle, es decir, en las bases teóricas de la II Internacional.

            La nacionalización, por sí sola, no garantiza ni el socialismo ni la democracia económica, social y cultural, pues subsistirán el trabajo asalariado y la división social del trabajo, con las esclavizadoras consecuencias de subordinación del trabajo manual al intelectual y de explotación del obrero. La lógica economicista que subyace estos planteamientos, no sólo no abrirá el camino al socialismo, sino que dejará desarmado al proletariado para que suceda, en el mejor de los casos, lo que ya ocurrió en la URSS. Pero los comunistas de hoy siguen negándose obstinadamente en aprender de la experiencia y continúan aferrados a sus recetarios, ya desgastados por la historia.

            Hoy, sólo están interesados en la difusión de estas teorías la aristocracia obrera y sectores de la pequeña burguesía, sin pretensiones revolucionarias, que sólo buscan mejorar su situación particular sin alterar esencialmente el statu quo capitalista. Ésta es la mejor prueba de la idéntica naturaleza clasista pequeño-burguesa del proyecto republicano, aún disfrazado bajo ropajes izquierdistas.

            5.4. Fase democrática versus dictadura del proletariado 

            La necesidad de esta fase democrática, previa al socialismo, es otra de las características de todas las organizaciones republicanistas; aunque al final el recetario pseudomarxista del que se alimentan y el posibilismo, fruto de la postración ante el movimiento, que ahora parece tornarse tricolor, les lleva a renunciar a la dirección de ese movimiento para encaminarlo hacia el socialismo, que, como hemos visto, acaban mezclando junto a la República en un todo informe que les impide ver más allá.

            Lenin dejó sentado que, ahora hace un siglo, el capitalismo entraba en una nueva y superior etapa:

            “Como hemos visto, el imperialismo por su esencia económica es capitalismo monopolista. Esto determina ya el lugar histórico del imperialismo, pues el monopolio, que nace única y precisamente de la libre competencia, es el tránsito del capitalismo a una estructura económica y social más elevada.”[17]

            Y Stalin aún precisa más cuál es el carácter de esta época de tránsito:

            “...inevitabilidad de la coalición de la revolución proletaria de Europa con la revolución colonial del Oriente, formando un solo frente mundial de la revolución contra el frente mundial del imperialismo.

            Lenin suma todas esta conclusiones en una conclusión general: ‘El imperialismo es la antesala de la revolución socialista’.”[18]

            El imperialismo, fruto del enorme desarrollo de la producción y de la concentración de ésta, acentúa la enorme socialización de los medios de producción inherente al capitalismo. Ahora, la acumulación de capital se realiza a escala mundial, disponiendo un escenario que deja listas las condiciones objetivas para la revolución a esa escala. El marxismo-leninismo deja sentado que ésta se realizará con la ruptura de la cadena imperialista por el eslabón más débil, siendo las tareas la Revolución Socialista proletaria y la instauración del Estado de Dictadura del Proletariado[19]en los países imperialistas y la Revolución de Nueva Democracia, como paso previo a la dictadura del proletariado, en los países oprimidos y semifeudales, en alianza con las clases objetivamente interesadas, fundamentalmente el campesinado, en el derrocamiento revolucionario de la dominación feudal-imperialista.

            Así pues, y a menos que no quieran dar el salto al vacío teórico de sugerir que el Estado español es un país predominantemente feudal o resucitar la tesis de que es una colonia yanqui, para establecer una primera fase de liberación nacional, ¿cuál es la justificación de estos marxista-leninistas para no proclamar como la tarea inmediata del proletariado español la instauración de su dictadura de clase? Pues, cuando menos, dudosa.

            El PCOE, aparte de la citada nacionalización de la industria y la proclamación del derecho de autodeterminación[20], nos propone una Reforma Agraria Antilatifundista y Antimonopolista, con un claro resabio nostálgico, que obvia el enorme desarrollo capitalista del campo español, que obligó hace décadas a los excedentes campesinos a trasladarse a las ciudades. Lo que está a la orden del día en el campo español es, como en el resto de las áreas del país, la revolución proletaria y la colectivización socialista.

            El PCE(r), por su parte, sigue aferrado a su tesis de que el régimen político general del imperialismo y, en particular, el del Estado español, es el fascismo, defendiendo una fase antifascista intermedia, como da a entender en su Programa.[21] En otro de sus documentos podemos leer:

            “Aquí no hemos degustado aún el sabor de la libertad; solo en épocas muy breves de nuestra historia hemos disfrutado de ella, apenas chispazos intermitentes de luz. Así que estamos hambrientos no sólo de libertad sino también de democracia y de disfrute de unos derechos elementales.”

            De nuevo la democracia en general, aclasista, de nuevo, como en la tradición frentepopulista, la contraposición abstracta fascismo-democracia, velando la verdadera oposición capitalismo-socialismo. Lo cierto es que en este país estamos bastante saciados de democracia burguesa, que siempre ha sido y será dictadura sobre el proletariado. Para el proletariado su democracia sólo vendrá de la mano de la imposición de su dictadura de clase:

            “Pero la dictadura del proletariado, es decir, la organización de la vanguardia de los oprimidos en clase dominante para aplastar a los opresores, no puede conducir únicamente a la simple ampliación de la democracia. A la par con la enorme ampliación de la democracia, que se convierte por vez primera en democracia para los pobres, en democracia para el pueblo, y no en democracia para los ricos, la dictadura del proletariado implica una serie de restricciones impuestas a la libertad de los opresores, de los explotadores, de los capitalistas.”[22]

            Esta es la única democracia de la que está hambrienta la clase obrera, así que si la dictadura del proletariado es por vez primera la democracia para el pueblo ¿por qué no proclamarla ya como necesidad inmediata? sin intermedios, ya que las condiciones objetivas ya se dan. ¿Acaso teme el PCE(r) que nos empachemos?, ¿o se debe a inconfesables inclinaciones pequeño-burguesas que les llevan a reclamar elecciones verdaderamente libres? Cómo si eso fuera posible bajo el régimen de explotación del trabajo asalariado que embrutece al trabajador manual, bajo la total hegemonía de la concepción burguesa del mundo, aún sin todos los aditamentos anómalamente antidemocráticos que implica la democracia burguesa.

            Existen también sugerencias muy en boga, por ejemplo entre los trotskistas, de sustituir el término de dictadura del proletariado por su vertiente positiva, invitándonos a hablar de democracia obrera. Esta forma de ver las cosas sacrifica el carácter científico, educativo y agitativo del marxismo en aras de un mercantilismo, que busca hacer más atractivo un producto, un discurso en este caso, aprovechando lo que actualmente a los obreros, impregnados de respetabilidad y prejuicios burgueses, les suena mejor; cuando de lo que en realidad se trata es de educarlos en, o más bien, elevarlos hacia una concepción del mundo alternativa. Marx no escogió la expresión dictadura del proletariado caprichosamente, porque prefiriera la sonoridad de la palabra dictadura, sino porque científicamente expresa con mayor precisión el antagonismo irreconciliable que atraviesa toda sociedad clasista, lo que políticamente se expresa fundamentalmente como una dictadura de clase. Así, este término penetra más profundamente en la esencia de nuestra sociedad, expresa mejor la conflictividad y la lucha, y cumple más eficazmente la función agitativa de desenmascaramiento de la falsa conciencia burguesa; más que democracia obrera, que, amén de cierto prejuicio obrerista, sólo se refiere a un aspecto de la contradicción y se alimenta en el fondo de esa falsa conciencia, profundamente antidialéctica.[23]

            5.5. Culto a lo inmediato

            Una de las mayores deficiencias que ha caracterizado al movimiento comunista, casi podríamos llamarlo un pecado original, ha sido la tendencia a dejarse guiar en su actividad práctica por las necesidades inmediatas del movimiento obrero, de modo que finalmente lo que acabó primando fue la coyuntura, el movimiento que se alimentaba cada vez más del propio movimiento, y cada menos del objetivo de la emancipación, del Comunismo.

            La derrota del proletariado con que se ha cerrado el Ciclo de Octubre ha dejado al comunismo desarticulado, y, por tanto, a la sociedad en general sin la referencia política de la revolución, acentuando aún más esta tendencia hacia lo inmediato, hacia el posibilismo, renunciando los comunistas a su posición de vanguardia y corriendo a organizar cada manifestación espontánea del movimiento (obviando la capacidad de autoorganización que tiene éste) allá donde se produjera, es decir, situándose en la retaguardia.

            Desde luego, este pecado original general del movimiento comunista lo es también el de los, escoradísimos a la derecha, destacamentos que conforman el actual movimiento republicano. La OCPV lo muestra:

            “...una buena parte del trabajo teórico ha sido ya realizado: hace tiempo que sus resultados se están viendo en la práctica de las diferentes luchas en las que participamos... Pero todo esto no basta. Seguimos recogiendo y analizando las experiencias de nuestro trabajo en distintos campos para ajustar nuestra práctica a las necesidades de la clase obrera.”

            Así pues, la teoría revolucionaria no es la concepción del mundo del proletariado, alternativa a la vigente burguesa, y que bebe del conocimiento de las leyes dialécticas que rigen la materia y la sociedad, dinámicas, y que por lo tanto debe aprestarse a un continuo desarrollo, para adaptarse a esa realidad en constante devenir. No es la guía del plan de emancipación del proletariado. La labor teórica del Balance de la experiencia revolucionaria histórica del proletariado, cuya necesidad insoslayable ha patentizado la derrota, imprescindible para poner al día la teoría revolucionaria, se convierte en la síntesis de la práctica concreta de cada organización, que se ajusta a las necesidades inmediatas de las luchas en que se participa. La conciencia de clase ilustrada, complementaria de la conciencia espontánea, sobre la que, nada originalmente, ha teorizado la archirrevisionista Marta Harnecker. ¡El enano se descuelga de los hombros del gigante para mirarse sus propios pies!

            Este sindicalismo espontaneísta, que se alimenta exclusivamente de las experiencias inmediatas de la lucha obrera, tiene su origen en la concepción sustancialista de que el obrero, por el mero hecho de serlo, puede ser revolucionario. Esta visión fue compartida universalmente por el movimiento comunista del pasado siglo, bolcheviques incluidos[24], y la derrota final ha evidenciado lo erróneo de ella. Esta teoría en el fondo es idealista, pues obvia las complejas interacciones dialécticas que determinan la toma de conciencia revolucionaria, sustituyéndolas con un mecanicismo metafísico que identifica posición económica y conciencia. El marxismo, en sus planteamientos, siempre ha prestado gran atención a la problemática de la conciencia, su transmisión y a la elaboración de la teoría de vanguardia:

            “Sin teoría revolucionaria, no puede haber tampoco movimiento revolucionario. Nunca se insistirá lo bastante sobre esta idea en un tiempo en que a la prédica en boga del oportunismo va unido un apasionamiento por las formas más estrechas de la actividad práctica.”[25]

            Efectivamente, nunca se insistirá lo bastante sobre esta idea. Una vez que se ha situado el origen de la conciencia revolucionaria, no en la teoría revolucionaria, sino en la experiencia inmediata, económica, de la clase obrera, sus consecuencias afectan a toda la construcción del edificio político del comunismo, y en primer lugar a la naturaleza del militante comunista. Continuamos con la OCPV:

            “...una de nuestras principales preocupaciones: la formación de revolucionarios profesionales, de dirigentes capaces de imbuirse del sentir y las vivencias de las masas, de discernir e interpretar sus anhelos para transformarlos en política comunista.”

¡Bonitas palabras! La política comunista surge simplemente de la interpretación por los heraldos comunistas de los anhelos de las masas, no, como es la visión leninista, del conjunto de las relaciones entre clases, de toda la realidad social:

“La socialdemocracia representa a la clase obrera no sólo en su relación con un grupo determinado de patronos, sino en sus relaciones con todas las clases de la sociedad contemporánea, con el Estado como fuerza política organizada. Se comprende, por tanto, que los socialdemócratas no sólo no pueden circunscribirse a la lucha económica, sino que ni siquiera pueden admitir que la organización de las denuncias económicas constituya su actividad predominante.”[26] 

Así, el revolucionario profesional, en cuya formación tantos desvelos ha invertido la OCPV, queda reducido a un sindicalista incapaz de discernir política comunista más allá de la interpretación de los anhelos que sugieren los muros, bastante opacos, de la fábrica. Desde luego, una vez eliminada cualquier problemática relacionada con la teoría revolucionaria, reducida a la elaboración acerca de cuestiones sobre las que nuestro Partido aún no ha tomado una determinación precisa en forma de decálogo y a sintetizar la práctica inmediata, y desvirtuado el carácter del revolucionario profesional, de tribuno del pueblo a intérprete de anhelos sindicalistas, el siguiente paso es el Partido:

“Avanzamos hacia la constitución, este otoño, del Partido marxista-leninista, como uno de los destacamentos de vanguardia de la clase obrera española. (...) Asimismo, emprendemos esta labor en un marco político de recuperación de las luchas populares y de la respuesta de la clase obrera a las agresiones de la burguesía...”

La desviación organicista en la concepción del Partido, ya dominante durante el Ciclo de Octubre, llega a nosotros aún más degenerada, pues el Partido marxista-leninista ahora ya sólo es uno de los destacamentos de vanguardia de la clase obrera. Esto no es más que la proyección al futuro partidario de la actual situación de fragmentación de la vanguardia y el patético reconocimiento de la imposibilidad de reconstituir el Partido a través de un acto constituyente único, intentando dar carta de naturaleza al engendro que salga de su Congreso otoñal. El Partido es el producto de la fusión del socialismo científico, ahora, al parecer, sólo una teoría de vanguardia más, con el movimiento obrero, de la vanguardia con las masas, lo que presupone que la vanguardia ha sido ya ganada en su totalidad, o práctica totalidad, para las posiciones del comunismo; lo que significa que el marxismo-leninismo es su referencia hegemónica y, a través del Partido, la del movimiento obrero. Así, implícitamente, la OCPV reconoce que el recetario teórico del que se valen, legado desgastado y, como vemos, muy degenerado, de un siglo de luchas, no es suficiente para cohesionar a la vanguardia, evidenciando la necesidad de la reconstitución ideológica del comunismo como parte de su reconstitución política.

Pero el marxismo-leninismo ya no cuenta para estos señores, como demuestra que la constitución de este Partido-destacamento, que se lanzará en dura competencia al mercado de las ofertas políticas radicales, se realice en un marco político de respuesta de la clase obrera a las agresiones de la burguesía. Confesión descarnada de que lo que van a reconstituir no es el Partido Comunista sino, como mucho, el Partido Sindicalista.

La pretensión de construir un edificio político desde las necesidades inmediatas de las masas y, más aún, desde la respuesta a las agresiones de la burguesía jamás dará como resultado un movimiento revolucionario. La razón es que basarlo todo en la legítima resistencia de las masas a las agresiones contra sus condiciones de vida, o en el mejoramiento de éstas, sólo engendrará un movimiento político dependiente de esas condiciones de vida, con lo que por mucho que se las mejore, sólo contribuirá a apuntalarlas, enajenándose la posibilidad de revolucionarlas, y enfrascándose en una eterna autoalimentación del movimiento por el propio movimiento. Éste es precisamente el terrorífico círculo vicioso en el que el movimiento comunista lleva décadas encerrado.

Por el contrario, un movimiento revolucionario debe ser de una pasta diferente, construirse desde otras bases, independientes (que no ausentes) del medio que pretende transformar. Esta plataforma sólo puede ser una concepción del mundo alternativa, la del proletariado, el marxismo-leninismo, que como ya hemos señalado necesita una urgente puesta al día y una reelaboración, esto es, su reconstitución como discurso revolucionario a la altura de las necesidades actuales de la lucha de clases, cuya base es el estudio crítico de la práctica revolucionaria histórica del proletariado.

El tipo de movimiento revolucionario que nuestros comunistas republicanos pretenden conformar jamás corresponderá a las exigencias del proletariado revolucionario, cuya condición es la negación de los condicionantes que lo convierten en proletariado, y sólo sirve para satisfacer los intereses de esas capas obreras acomodadas al sistema imperialista, lo que les permite vivir por encima de sus posibilidades, y no pretenden el cuestionamiento de las relaciones sociales en que están inmersos y que objetivamente aceptan. Significativo de ello es la defensa por el republicanismo de los derechos laborales y sociales contra las restricciones neoliberales. Es decir, y puesto que no se ve más horizonte en sus documentos aparte de retórica, aceptación del marco social y económico que instituye estos derechos (la subordinación del obrero en tanto que obrero y el capitalismo) y lucha únicamente contra sus restricciones. Sintomáticamente, la PCPR escribe: 

“Al calor de las luchas sociales por los problemas inmediatos, renace el movimiento ciudadano y asociativo; en todas las movilizaciones populares la bandera republicana es el símbolo de rebeldía... pero al final, y en definitiva, esas aspiraciones largamente silenciadas no tienen cauce de expresión política ni están representadas en los centros donde se toman decisiones que nos afectan directamente.”

Aquí se expresa claramente la estrategia y a la única vía a la que puede conducir este tipo de movimiento: una alianza entre sectores de la pequeña burguesía y de la aristocracia obrera para forzar una representación en los centros de decisión, que no son cuestionados, y ensanchar su nicho en la sociedad capitalista; es decir, derechitos hacia el cretinismo parlamentario.

Ya desde esta perspectiva se aprecia toda la vacuidad del debate entre el PCPE y el CEOC, sobre si se debe consolidar primeramente la base del movimiento a través de la potenciación de las luchas inmediatas ya en marcha, o si se deben presentar candidaturas electorales republicanas unitarias lo antes posible. Todo conduce al mismo camino: el abandono de la revolución. 

6. La única alternativa: la Revolución Socialista

            La contradicción principal que rige nuestra sociedad es la que enfrenta al proletariado con la burguesía, a pesar de la peroratas republicanas de todo tipo sobre la falsa democracia o el fascismo encubierto. La democracia burguesa es esto, para las masas explotadas no dará nunca más de sí y, por muchos tronos que caigan, la única solución pasa por el establecimiento de una democracia de nuevo tipo, de su democracia, es decir, de la dictadura del proletariado, que siente las bases políticas para la erradicación de las relaciones sociales capitalistas, verdadera causa de sus problemas.

            Las condiciones objetivas para la implantación de este régimen político en el Estado español se dan, estando centrado el problema de la reactivación de la revolución en el aspecto subjetivo, en el sujeto revolucionario.

            Hemos señalado ya que la reconstitución de este sujeto, del Partido Comunista, ha de hacerse desde unas bases independientes del plano social que pretende revolucionar, subrayando que éstas sólo pueden provenir de la ideología revolucionaria, ideología que la historia ha sancionado como el marxismo-leninismo. Y sin embargo, hemos insistido anteriormente en ello y en este artículo hemos visto algunos ejemplos concretos, el marxismo-leninismo que nos legó el Ciclo de Octubre hizo crisis, con numerosos añadidos y reducciones de dudoso origen marxista. Ello se debió tanto a erróneos planteamientos de inicio, por ejemplo la vulgarización que de él hizo Kautsky, como a las premuras que imponía la coyuntura y la práctica del momento. De hecho, seguramente esta reflexión crítica no era posible dentro del Ciclo, pues, mal que bien, la teoría formulada hasta entonces aún respondía a las expectativas de la lucha de clases. Sin embargo, el final del Ciclo, con la caída de los regímenes revisionista acaudillados por la URSS ha puesto en evidencia ese paradigma revolucionario; simplemente ya no satisface las necesidades de la lucha de clase proletaria del siglo XXI. Esta labor de poner en consonancia la teoría revolucionaria con la práctica revolucionaria histórica acumulada del proletariado es lo que denominamos reconstitución ideológica del comunismo, que, actualmente, es el eslabón del que asir la cadena de la revolución.

            La base de esta labor es el Balance crítico de esta experiencia, que debe ser una de las principales preocupaciones de los proletarios conscientes; no esa baladronada pequeño-burguesa de la recuperación de la memoria histórica, que sólo busca el reconocimiento institucional del Estado vigente para legitimar los esfuerzos de estos sectores con el fin de ampliar sus posibilidades de participación dentro del sistema capitalista. Incluso el actual Estado monárquico ha reconocido, con el año de la memoria histórica, a esos defensores de la experiencia democrática republicana, mancillando así la memoria de quienes dieron su vida, muchos de ellos traicionados, por el ideal de la revolución proletaria.

            Esta tarea del Balance, y la defensa de sus lecciones a través de la lucha ideológica de dos líneas en el seno de la vanguardia, que es también un plano de la lucha de clases, permitirá que el proletariado se vaya dotando de su organización de vanguardia y constituya el Partido Comunista, que es lo que dará a nuestra clase plena independencia como sujeto político, acorde con sus intereses históricos (realmente, ésta es la única independencia para el proletariado, la única que no le ata a sus determinantes económicos y sociales).

            Así, la cuestión no es que neguemos las necesarias alianzas de clase y las maniobras tácticas en pro de un dogmatismo izquierdista, sino que este tipo de movimientos presuponen al proletariado como sujeto independiente, lo que sólo es concebible desde el punto de vista marxista-leninista como Partido Comunista. Mientras no realicemos esta labor cualquier alianza de clase no será tal, sino mera subordinación del proletariado, que se convertirá, como tantas veces ha pasado ya, en carne de cañón de luchas e intereses que no son los suyos.

 

Manuel Ponte      



Notas:

[1] TUÑÓN DE LARA, M.: La España del siglo XX. Akal. Madrid, 2000. Vol. II, pág. 345.

[2] MAO TSE-TUNG: Escritos sociológicos y culturales. Laia. Barcelona, 1974, pág. 11.

[3] Otra excepción a esto podría ser el caso del Partido chino, cuya posterior trayectoria, más independiente políticamente a la hora de avanzar hacia el poder y, una vez ya en éste, su madurez y mayor atino, independientemente del resultado final, al enfrentarse a problemas donde incluso los revolucionarios soviéticos se habían atascado, indica que no se puede hacer tabla rasa con todos los partidos vinculados a la Komintern, y que el balance en profundidad de su experiencia es indispensable para la exitosa consecución del próximo Ciclo revolucionario.

[4] Cuestión que, como ya se ha señalado en otras ocasiones, es incluso un debe de los bolcheviques, quienes sólo se opusieron a estas premisas en tanto que obstaculizaban el avance de la Revolución rusa, y no plantearon seriamente un combate global y en profundidad contra ellas. Ver: Colectivo Fénix: Stalin. Del marxismo al revisionismo, publicado en LA FORJA, nº 28, diciembre de 2003.

[5] Hemos centrado el análisis en el PCE por considerarlo, por su alumbramiento al calor de Octubre, su encuadramiento en la Internacional surgida de esta revolución y su reivindicación del leninismo, la única formación apta a priori para la realización de la revolución. Sin embargo, ya hemos señalado sus fundamentales taras de nacimiento y rigurosamente es, al menos, dudoso que cumpla con el que, creemos, requisito fundamental para considerar que un Partido Comunista es tal, esto es, la fusión del socialismo científico con el movimiento obrero, y no tanto por su limitada influencia entre las masas durante la década de los 20 como por la escasa asunción de la teoría de vanguardia entre sus militantes y dirigentes, vanguardia que debe actuar como mediador entre dicha teoría y el movimiento. No obstante, Octubre había propiciado unas condiciones políticas que, en lo inmediato, compensaban muchas de estas deficiencias.

[6] Por su propia esencia, por ser un partido obrero de viejo tipo, se encontraban incapacitados para serlo nunca, como la historia se ha encargado de demostrar, al haberse constituido sobre la base de las reivindicaciones obreras inmediatas, económicas, en un momento histórico de formación y cohesión del proletariado. Es decir, cumplieron la función de ser los representantes de la clase en sí, momento necesario, pero insuficiente y superado cuando de lo que se trata es de que el proletariado escape de su determinación económica y se convierta en clase para sí, con conciencia de su misión histórica, tarea que sólo puede emprender una organización construida desde un plan consciente de transformación, esto es, desde el marxismo.

[7] IBARRURI, D.: El único camino. Editions sociales. París, 1962, pág. 205.

[8] DELLACASA, G.: Revolución y Frente Popular en España. 1936-1939. Zero. Bilbao, 1977.

[9] Al respecto, el historiador francés Pierre Vilar, poco sospechoso de antipatía hacia el PCE, escribe: “...el comunista ortodoxo (frecuentemente neófito) [cree] en la República democrática como etapa (interrumpida por los generales) hacia un ideal en el que se mezcla la III Internacional, la amistad soviética, la guerra patriótica, conjunto sin pretensión teórica, pero de una gran eficacia pasional...” VILAR, P.: La guerra civil española. Crítica. Barcelona, 2004, pág. 143. Sentimentalismo, mitología... ¿dónde está la teoría revolucionaria?¿la línea política revolucionaria?

[10] En algunas ocasiones anteriores ya hemos caracterizado, desde el plano histórico, a la mayoría de las concesiones de la burguesía como un subproducto de la lucha revolucionaria del proletariado, que apuntaba a las bases del sistema de dominación capitalista.

[11] LENIN, V. I.: El Estado y la revolución. M. Castellote. Madrid, 1976, págs. 36 y 37.

[12] A este respecto, remitimos al lector al artículo ¿Un nuevo revisionismo?¿De verás?, publicado en LA FORJA, nº 32, julio de 2005, donde se tratan en profundidad las formas estatales burguesas y su contenido social en la perspectiva del Estado de Dictadura del Proletariado.

[13] MARX, C.: La guerra civil en Francia. Ediciones de Cultura Popular. Barcelona, 1968, pág. 18.

[14] LENIN: Op. cit., pág. 12.

[15] Ibidem, págs. 21y 22.

[16] La muerte en accidente de algunos mercenarios españoles destinados en el extranjero provoca la revolucionaria crítica de CR, que se escandaliza de la ausencia del monarca en tan graves momentos. ¡Qué ejemplo del escamoteo de la propaganda sobre el carácter imperialista del Estado español! Lo que debería ser denunciado es la presencia de estas tropas en el exterior, asegurando, como matones, el expolio del pueblo afganistano.

[17] LENIN, V. I.: El imperialismo, fase superior del capitalismo. Fundamentos. Madrid, 1974, pág. 138.

[18] STALIN, J.: Los fundamentos del leninismo. ELE. Pekín, 1972, pág. 28.

[19] La definición de Estado proletario, aunque puede ser útil desde el punto de vista agitativo o propagandístico, no es rigurosamente científica. El proletariado, por su peculiar posición económica, última expresión del milenario desarrollo de la explotación del hombre, no puede generar estructuras políticas de dominación –un Estado– acordes con su posición socioeconómica, siendo su único interés la supresión de este órgano y debiendo valerse de las formas más democráticas, que mejor permiten el despliegue de la lucha de clases, que generó la burguesía, esto es, cuando todavía era una clase revolucionaria; y cuyo rastreo nos podría llevar hasta Rousseau o el Terror y que el proletariado perfeccionó con los soviets. “Resulta, pues, que bajo el comunismo no sólo subsiste durante cierto tiempo el derecho burgués, sino que subsiste incluso el Estado burgués ¡sin burguesía!” (LENIN, V. I.: El Estado y la revolución. M. Castellote. Madrid, 1976, pág. 85.) Así pues, la clave es quién dirige, no existiendo ninguna fórmula mágica política y económica que garantice la preponderancia del proletariado, siendo sólo el consecuente desarrollo de su lucha de clase. Además, es útil para aclarar el dualismo, introducido en el marxismo, entre la actitud y objetivo último del proletariado respecto al Estado, su eliminación, y las necesidades, que impuso la práctica, de fortalecer órganos estatales, de construir Estado obrero.

[20] Tarea ciertamente democrática, que los comunistas deben siempre abanderar, pero que puede solucionarse bajo el capitalismo, y, en cualquier caso, ligada a y superada por la Revolución Socialista, y que de ninguna manera justifica una fase previa.

[21] La historia de nuestra controversia con los camaradas del PCE (r) es ya larga; remitimos al lector a anteriores números de LA FORJA: 12, 18 y 24.

[22] LENIN, V. I.: El Estado y la revolución. M. Castellote. Madrid, 1976, pág. 77.

[23] “La identidad de los contrarios se produce sólo a causa de determinadas condiciones, y por eso decimos que es condicional y relativa. Ahora, agregamos que la lucha entre los contrarios recorre los procesos desde el comienzo hasta el fin y origina la transformación de un proceso en otro; la lucha entre los contrarios es omnipresente, y por lo tanto decimos que es incondicional y absoluta.” MAO TSE-TUNG: Obras escogidas. Fundamentos. Madrid, 1974, Tomo I, págs. 365 y 366.

[24] Los planteamientos leninianos son una excepción, aunque su autor, educado en la escuela socialdemócrata, estuviera imbuido en su subconsciente político por estas concepciones.

[25] LENIN, V. I.: ¿Qué hacer? Progreso. Moscú, pág. 25.

[26] LENIN: Op. cit., págs. 56 y 57.