Este año, coincidiendo con el 75 aniversario de la
proclamación de la II República, estamos asistiendo a un profundo debate sobre
el modelo de Estado, y a una reorientación del mismo con la reforma autonómica.
La disputa, incesante en la historia del Estado español entre unidad y
federalismo, libra un nuevo episodio que parece decantarse esta vez por el
federalismo. Este hecho tiene su origen, sin duda, en la actitud beligerante
que mantuvo el PP con los nacionalismos periféricos, rompiendo el pacto del 78
durante su segunda legislatura. Su precipitada salida del gobierno y la
inesperada victoria del PSOE, en movimiento hacia la izquierda para responder
al clima existente y tratando de recoger el descontento con el gobierno
anterior para consolidarse así en el poder, no ha hecho sino profundizar la
ruptura en el seno del bloque hegemónico.
Aprovechando esta división, la organización independentista
ETA, que atraviesa uno de los momentos de mayor debilidad de su historia, ha
declarado un “alto el fuego permanente” en una declaración pactada con el
gobierno meses atrás. Esta actitud puede permitir, en primer lugar, que ETA
encuentre la forma de abandonar el callejón sin salida en el que se había
encerrado y que su lucha obtenga, aunque sean bastante pobres, algunos
resultados. Pero quien sin duda saldrá más beneficiado de consolidarse este
proceso de paz será el Gobierno Zapatero, que podrá obligar al principal
partido de la oposición a aceptar irremediablemente las reformas en marcha
sobre el modelo territorial y, lo más importante, dejar fuera de lugar a los
sectores más reaccionarios del PP. En definitiva, se trata de un reajuste de
los pactos de la Transición.
En este escenario y con el revisionismo en pleno
proceso de descomposición, la reivindicación republicana se presenta como la
solución a todos los males. Corriente Roja y el PCE compiten por encabezar el
movimiento bajo cuya bandera se ha agrupado la mayoría de la izquierda,
incluyendo el movimiento comunista. De este espejismo, una vez más, será el
PSOE quién saque provecho, porque esta nueva Transición es simplemente
una lucha entre distintas fracciones de la burguesía, que necesitan
reestructurar el Estado burgués para terminar de completar su integración en la
realidad internacional; una lucha en la que el proletariado juega un papel
subordinado a uno de los sectores de la burguesía, ante el que además, esta
vez, ni siquiera tiene voz independiente.