Europa: ¿pues va a ser que no?

El batacazo plebiscitario que ha sufrido el plan de unidad europea es el síntoma evidente del cuadro de indigestión que presenta el europeísmo tras el pantagruélico festín del último periodo. La Unión Europea (UE) no sólo ha aumentado en diez miembros de un solo bocado, sino que ha situado su zona de influencia directa en las mismísimas puertas de la Casa Rusia. Esta voracidad, que no ha tenido el menor escrúpulo en zamparse de golpe (de Estado) todo un país de naranja como postre, aún a riesgo de ponerlo al borde de la guerra civil, ha terminado por provocar un episodio de hiperclorhidria y la consiguiente factura médica. Ahora, todo está parado porque se discute quién deberá pagarla.

Las contradicciones que carcomen al nuevo imperio

             La Cumbre de junio mostró la crisis política que experimenta el proceso europeo porque puso de manifiesto la heterogeneidad de los puntos de vista sobre el carácter de la Unión entre las clases dominantes de los diversos Estados miembros. Principalmente, las desavenencias entre el eje franco-alemán e Inglaterra. Para ésta, la unidad tiene un fin netamente mercantil. Desde que la burguesía industrial ganó la batalla de la plusvalía relativa contra las Corn Laws, en la primera mitad del siglo XIX, el librecambio se convirtió en la seña de identidad de la clase dirigente británica, no sólo como instrumento de forja de un imperio, sino también como el medio para mantener el valor de la fuerza de trabajo a un nivel asumible que no encareciese demasiado el soborno de las masas controladas por las trade unions, ni impidiese, posteriormente, la inclusión de ciertas medidas de carácter social en el modelo estatal. Ambas líneas de actuación continúan siendo hoy las que distinguen a Gran Bretaña en Europa. Con una política exterior de clara orientación atlantista, y con una política monetaria independiente del Banco Central Europeo, que mantiene la libre circulación de la Libra como divisa, garantizando la autonomía de la relación del mercado interno con el mercado internacional, y la oposición a la Política Agraria Común (PAC), que convierte en irrenunciable el cheque británico –so pena del retorno vengativo del espíritu de sir Richard Cobden–, el imperialismo inglés demuestra ante el continente que no quiere ser europeo. Por el contrario, para el más ambicioso eje franco-alemán, padre del proyecto europeísta, éste debe alcanzar el plano político, lo cual exige un mayor esfuerzo porque requiere la más amplia base social posible. Así, la PAC es lo que se convierte en irrenunciable para París –so pena de la deserción en masa del campesinado francés del europeísmo–, y Berlín se salta el Pacto de Estabilidad y Crecimiento (que no permite rebasar el déficit público por encima del 3% del PIB) por lo menos hasta 2007 –so pena de que la tragantona que se dio con la Alemania del este se convierta, esta vez sí, en una peligrosa indigestión que resquebraje todo el edificio institucional del Estado. Pero Alemania es la locomotora económica de Europa y debe tener plácet, y Francia la despensa, lo cual es un argumento muy a su favor cuando se trata de la construcción de un proyecto imperialista –y, por lo tanto, expansionista– que debería incluir en el capítulo de costos la independencia en materias primas de orden estratégico sin mirar el precio. Por lo que pueda pasar.

            Pues bien, es esta pirámide de consenso social en torno a la Unión lo que hace aguas. Los referendos francés y holandés han evidenciado que el pacto social sobre el que está erigida la aspiración europeísta se resquebraja. A las contradicciones en horizontal, entre las clases dominantes de los distintos Estados, se unen ahora las contradicciones de orientación vertical, entre los distintos sectores y clases sociales que sostienen la UE, fundamentalmente en el seno de aquellos Estados que han llevado el peso del proceso hasta ahora. Porque no se trata del reparto de los presupuestos o de quién contribuye más o menos, no se trata del temor al agravio comparativo en el derecho al disfrute de los fondos de cohesión y compensación. Éstos son sólo el anzuelo con que pescar para la cesta del europeísmo y del hegemonismo del gran capital monopolista a las burguesías nacionales periféricas, que con este sencillo mecanismo de beneficencia han sembrado con éxito impensable el europeísmo como discurso ideológico entre las clases subsidiarias de su entorno. Al contrario, se trata de algo mucho más serio, de la amenaza sobre la posición social de amplios sectores sociales. En particular, la pequeña burguesía y, sobre todo, la aristocracia obrera han terminado comprendiendo que pueden pagar muy caro no haber leído la letra pequeña del Tratado de Maastricht. Para estos sectores sociales, el problema no proviene del inspector de Hacienda, sino del fontanero polaco (es decir, la muy cualificada y muy barata mano de obra inmigrante); el problema consiste en que la absoluta libertad de movimientos de los factores económicos dentro de la UE de los Veinticinco significará la ruina en masa de amplios estratos de población y la caída brusca en el nivel de vida de los asalariados. Lenin decía que unos Estados Unidos de Europa eran algo imposible o reaccionario. Hasta ahora, han demostrado esto último, ser muy reaccionarios; a partir de ahora, también parecen imposibles.

¿Reformismo o internacionalismo?

            La trascendencia política de los resultados de los referendos francés y neerlandés se debió a que reflejaron fielmente las contradicciones principales que hoy gobiernan el acontecer político del continente. En el Estado español, en cambio, pasó prácticamente desapercibido para la ciudadanía porque no puso de manifiesto más que contradicciones de clase secundarias. A diferencia de Europa, aquí no rige la situación la contradicción oligarquía financiera-clases medias (englobando en término tan laxo a los sectores acomodados de los asalariados y de los pequeños y medianos propietarios), sino la que existe entre los dos partidos del gran capital enfrentados dentro del bloque hegemónico (imperialismo europeísta vs. imperialismo atlantista). Lo cual dice mucho sobre el déficit en la convergencia sociológica con Europa y pone en evidencia el carácter subsidiario, secundario, del Estado español en el tablero europeo.

            Y, por supuesto, tampoco domina el proscenio, por mucha imaginación que le eche la izquierda consentida en cualquiera de sus expresiones, la contradicción capital financiero-masas trabajadoras, como han manifestado quienes han interpretado el fiasco de las consultas como una victoria producida por la movilización autónoma de las masas populares y como la reactivación de la lucha de resistencia contra los desmanes del capitalismo neoliberal de la Europa de los mercaderes. Nada más descabellado. En el continente, porque fueron los sectores sociales medios instalados los que movilizaron a los sectores populares desde distintos puntos del arco político, desde el fascismo hasta la extrema izquierda, pasando por la socialdemocracia y el eurocomunismo; y, en España, porque las grandes masas se fueron ese día de fin de semana. Todos esos sectores de oposición plantean como alternativa modelos que no son más que trasposiciones ideológicas del discurso europeísta dominante articulado por el capital. Ninguna de ellas sale ni puede salirse de la dinámica eurocentrista impuesta por la cultura política del capital. La Europa social, la Europa de los pueblos, la Europa de los trabajadores, de las naciones, de los ciudadanos, etc., todas son repeticiones de lo mismo adecuadas ingenuamente a las necesidades concretas de cada una de las clases subalternas que las diseñan. Todas ellas quieren entrar, de alguna manera, en el reparto y compartir con el gran amo los beneficios que pueda reportar la nueva empresa imperialista. Es el modo como todas ellas manifiestan su deseo de formar parte en la amplia alianza de clases dirigida por la burguesía imperialista. Desde los más liberales hasta los más izquierdistas, todos tienen in mente una Europa que les pueda llenar los bolsillos. Todos están dispuestos a compartir la pesada carga de la explotación de los pueblos oprimidos y de las masas trabajadoras. Todas, excepto estas últimas, claro está.

            Frente al discurso europeísta, esencialmente imperialista, la clase obrera posee un discurso propio e independiente, internacionalista. En primer lugar, porque no excluye a ninguna nación de la unión libre con otra nación, por encima de hemisferios y continentes. En segundo lugar, porque su objetivo último no se circunscribe a una región determinada del globo, sino al globo entero: la unión mundial de los pueblos libres. Este modelo sólo puede llevarse a cabo a través de la lucha de clases revolucionaria encabezada por el proletariado, que irá rompiendo la cadena imperialista mundial que somete a los pueblos sucesivamente por sus eslabones débiles, por los puntos donde se vaya fijando en cada momento la crisis desestabilizadora del sistema imperialista de relaciones internacionales. Estos eslabones, como naciones libres del yugo imperialista, se irán uniendo en una federación internacional, independientemente del lugar del planeta en que se encuentre cada una de ellas. El mejor modo de obstaculizar o impedir una Europa unida imperialista no consiste en hueras adjetivaciones alternativas ni en parches reformistas –por muchas falsas expectativas que la negativa popular en los referendos haya abierto en este sentido–, sino en empezar en el seno mismo de Europa la obra revolucionaria. Una base de apoyo de la Revolución Proletaria Mundial en el corazón de Europa. ¡Sería un magnífico comienzo!

 

7-J

Los poderosos del imperio se han quedado helados. Lo dijeron el primer día y luego lo acallaron. Es peligroso; mejor no difundirlo. Pero ya está aquí. El mensaje más terrible. Los suicidas de Londres eran británicos, de clases acomodadas y educados por la civilizada, cosmopolita y democrática metrópoli en la tolerancia y los privilegios del modo de vida occidental. Ése que Blair dice que hay que defender a toda costa; es decir, a costa de quebrar las espaldas del mundo, a costa de mantener por la fuerza las materias primas y las fuentes de energía a precios ruinosos para los pueblos, a costa de la pobreza ajena. Por descontado, se defenderá. Después de todo, es la mejor forma de que cada uno tenga claro su sitio; es la forma de que los ricos sepan dónde están los pobres y de que los pobres sepan dónde queda la riqueza; es la mejor manera de saber dónde poner la frontera, para que cada uno no olvide dónde está ni quién es. Y es así que, aclaradas las cosas, los ricos sabrán contra quién protegerse y desde dónde vendrá el peligro. Serán pobres y de fuera. El mundo estaba organizado así y el 7-J ha destruido este mundo. Y la histeria se ha adueñado de los responsables políticos de Occidente, de los responsables de salvaguardar el modo de vida, de instalar y vigilar la frontera, de poner el brazalete al pobre para que las personas decentes sepan cuándo deben cambiar de acera. Ahora, todo se ha trastocado. La frontera se ha esfumado. El peligro está aquí y es invisible, no lleva brazalete. Puede ser cualquiera. El amable vecino que durante años te bajaba la bolsa de la basura puede dejarte un día una bolsa de dinamita debajo del asiento del autobús. Antes, el pobre venía saltando el Muro o la alambrada deslumbrado por nuestros escaparates. Antes, era fácil: el pobre era el terrorista. Lógico. El hambre es la madre de la desesperación. En los 70, el campesino se hacía guerrillero en África o América Latina por hambre. El miedo es la madre del odio. En los 90, el militante palestino se inmolaba debajo de los tanques sionistas cargado de bombas. Después de todo, con seguridad pronto sería asesinado por el ocupante de una forma u otra. Mejor hacerlo llevándose a algún cerdo por delante. Pero la ecuación se ha roto. El terrorista ya no es el pobre. ¿Qué está ocurriendo para que la sociedad opulenta no satisfaga ya a sus hijos? Ocurra lo que ocurra, sus consecuencias son subversivas y van derechitas al corazón del sistema de valores imperante, y quién sabe si también al del edificio social. Los suicidas han mostrado a la parte ahíta del globo, a la parte satisfecha de sí misma de la humanidad, que su mundo hedonista y materialista no responde a todas las preguntas, que algo hay inaprensible para esa comprensión pacata y corta de miras que trata como locura lo que no puede integrar en sus estrechos esquemas culturales. El suicida desesperado es un desesperado. Normal. El suicida idealista, un fanático. Locura. Algo se escapa del horizonte visual de la concepción del mundo occidental, pragmática y burguesa que forma parte esencial de la sociedad y de su progreso. El problema es que también se nos está escapando a nosotros, porque hemos terminado impregnados hasta el tuétano del espíritu posibilista que se ha ido fraguando durante décadas de oportunismo político y de rebaja constante no sólo de los ideales emancipatorios del comunismo, sino también de su programa. La vanguardia que tiene hoy día la clase obrera es indigna de quien dice representar, y no da la talla, ni de lejos, de la altura a la que han puesto el listón los destacamentos de avanzada de otras clases sociales en pie de guerra. Y no decimos que haya que ir cargado de bombas por ahí. Sólo señalamos que la escuela en la que se educan los representantes del proletariado es la de la molicie, el perfil bajo y el consenso. Los representantes acompañan al rebaño y se distraen cuando éste se detiene a pacer. Son representantes en el pleno sentido. La pura imagen del borrego, del obrero medio, del aristócrata de manos callosas, ignorante y consumidor compulsivo de ignorancia. ¡Y algunas vanguardias lo llevan por honra! Tal para cual. No hemos aprendido la lección. La clase de vanguardia, en la retaguardia. ¿Será para otorgar cierta dignidad a sus representantes? Esta escuela ha fracasado. Es incapaz de generar nada que levante un solo dedo contra el statu quo. El sindicalista, el huelguista, el piquetero, el voluntario… Estas especies han dominado el medio obrero, su movimiento, y se han erigido en fieles representantes, en genuinos productos suyos. Ahí está el mal. En sus mocedades, el proletariado quería incendiar la pradera desde el chispazo espontáneo de las masas. Algo chamuscaron, en verdad, la Comuna y los soviets. Pero esa yesca no daba para más. Esta vía de excitación de los acontecimientos revolucionarios empezó a morir con los espartaquistas alemanes y agonizó con los comités de fábrica turineses de 1920. Como residuo de las cenizas del mito quedaron el funcionario sindical y el parlamentario. Era precisa otra vara de medir diferente del movimiento y de sus altibajos. Se necesitaba algo que diera continuidad a la iniciativa revolucionaria. No esperar a que se desbordase el vaso. Contribuir a llenarlo. Lenin dio la idea. El Partido. Independiente del estado del movimiento, formado por convencidos, militantes seguros y sacrificados y, sobre todo, por no representantes del obrero medio. El líder de la lucha del día proyectado como representante ha fracasado y ha escrito una página oscura de la historia de la clase obrera. Es preciso independizarse del medio, principalmente cuando la medianía se erige en su representante. Es preciso superar los límites que imponen lo ordinario, la normalidad y las reglas del juego. El obrerismo y el economicismo en general están en bancarrota. Han martilleado nuestras cabezas con la letanía de que de la miseria sale la revolución, de que el modelo a seguir es el líder obrero, de que nunca se pueden superar las posibilidades del movimiento… Y nos han castrado. Otros nos muestran de nuevo el camino. Un camino que un día recorrimos y que volvimos a desandar. Se organizan en torno a una idea, no por necesidad. Tienen una concepción del mundo global y totalizadora como alternativa, capaz de ser enfrentada a la ideología dominante. Creen que merece la pena darlo todo. Conocen el objetivo final y cómo alcanzarlo. No vienen ni de fuera ni de abajo. Conocen a su enemigo desde sus entrañas… Ésta sí es una vanguardia digna de su clase. ¡Qué envidia! ¡Y qué tiempos…!