Europa: ¿pues va a ser que no?
El batacazo plebiscitario que ha sufrido el plan de
unidad europea es el síntoma evidente del cuadro de indigestión que presenta el
europeísmo tras el pantagruélico festín del último periodo. La Unión Europea
(UE) no sólo ha aumentado en diez miembros de un solo bocado, sino que ha
situado su zona de influencia directa en las mismísimas puertas de la Casa
Rusia. Esta voracidad, que no ha tenido el menor escrúpulo en zamparse de golpe
(de Estado) todo un país de naranja como postre, aún a riesgo de ponerlo
al borde de la guerra civil, ha terminado por provocar un episodio de
hiperclorhidria y la consiguiente factura médica. Ahora, todo está parado
porque se discute quién deberá pagarla.
Las
contradicciones que carcomen al nuevo imperio
Pues bien, es esta pirámide de
consenso social en torno a la Unión lo que hace aguas. Los referendos francés y
holandés han evidenciado que el pacto social sobre el que está erigida la
aspiración europeísta se resquebraja. A las contradicciones en horizontal,
entre las clases dominantes de los distintos Estados, se unen ahora las
contradicciones de orientación vertical, entre los distintos sectores y clases
sociales que sostienen la UE, fundamentalmente en el seno de aquellos Estados
que han llevado el peso del proceso hasta ahora. Porque no se trata del reparto
de los presupuestos o de quién contribuye más o menos, no se trata del temor al
agravio comparativo en el derecho al disfrute de los fondos de cohesión y compensación.
Éstos son sólo el anzuelo con que pescar para la cesta del europeísmo y del
hegemonismo del gran capital monopolista a las burguesías nacionales
periféricas, que con este sencillo mecanismo de beneficencia han sembrado con
éxito impensable el europeísmo como discurso ideológico entre las clases
subsidiarias de su entorno. Al contrario, se trata de algo mucho más serio, de
la amenaza sobre la posición social de amplios sectores sociales. En
particular, la pequeña burguesía y, sobre todo, la aristocracia obrera han
terminado comprendiendo que pueden pagar muy caro no haber leído la letra
pequeña del Tratado de Maastricht. Para estos sectores sociales, el
problema no proviene del inspector de Hacienda, sino del fontanero polaco (es
decir, la muy cualificada y muy barata mano de obra inmigrante); el problema
consiste en que la absoluta libertad de movimientos de los factores económicos
dentro de la UE de los Veinticinco significará la ruina en masa de amplios
estratos de población y la caída brusca en el nivel de vida de los asalariados.
Lenin decía que unos Estados Unidos de Europa eran algo imposible o
reaccionario. Hasta ahora, han demostrado esto último, ser muy reaccionarios; a
partir de ahora, también parecen imposibles.
¿Reformismo
o internacionalismo?
La trascendencia política de los
resultados de los referendos francés y neerlandés se debió a que reflejaron
fielmente las contradicciones principales que hoy gobiernan el acontecer
político del continente. En el Estado español, en cambio, pasó prácticamente
desapercibido para la ciudadanía porque no puso de manifiesto más que
contradicciones de clase secundarias. A diferencia de Europa, aquí no rige la
situación la contradicción oligarquía financiera-clases medias (englobando en
término tan laxo a los sectores acomodados de los asalariados y de los pequeños
y medianos propietarios), sino la que existe entre los dos partidos del gran
capital enfrentados dentro del bloque hegemónico (imperialismo europeísta vs.
imperialismo atlantista). Lo cual dice mucho sobre el déficit en la convergencia
sociológica con Europa y pone en evidencia el carácter subsidiario,
secundario, del Estado español en el tablero europeo.
Y, por supuesto, tampoco domina el
proscenio, por mucha imaginación que le eche la izquierda consentida en
cualquiera de sus expresiones, la contradicción capital financiero-masas
trabajadoras, como han manifestado quienes han interpretado el fiasco de las
consultas como una victoria producida por la movilización autónoma de las masas
populares y como la reactivación de la lucha de resistencia contra los desmanes
del capitalismo neoliberal de la Europa de los mercaderes. Nada más
descabellado. En el continente, porque fueron los sectores sociales medios
instalados los que movilizaron a los sectores populares desde distintos puntos
del arco político, desde el fascismo hasta la extrema izquierda, pasando por la
socialdemocracia y el eurocomunismo; y, en España, porque las grandes masas se
fueron ese día de fin de semana. Todos esos sectores de oposición plantean como
alternativa modelos que no son más que trasposiciones ideológicas del discurso
europeísta dominante articulado por el capital. Ninguna de ellas sale ni puede
salirse de la dinámica eurocentrista impuesta por la cultura política del capital.
La Europa social, la Europa de los pueblos, la Europa de los
trabajadores, de las naciones, de los ciudadanos, etc., todas
son repeticiones de lo mismo adecuadas ingenuamente a las necesidades concretas
de cada una de las clases subalternas que las diseñan. Todas ellas quieren
entrar, de alguna manera, en el reparto y compartir con el gran amo los
beneficios que pueda reportar la nueva empresa imperialista. Es el modo como
todas ellas manifiestan su deseo de formar parte en la amplia alianza de clases
dirigida por la burguesía imperialista. Desde los más liberales hasta los más izquierdistas,
todos tienen in mente una Europa que les pueda llenar los bolsillos.
Todos están dispuestos a compartir la pesada carga de la explotación de
los pueblos oprimidos y de las masas trabajadoras. Todas, excepto estas
últimas, claro está.
Frente al discurso europeísta,
esencialmente imperialista, la clase obrera posee un discurso propio e
independiente, internacionalista. En primer lugar, porque no excluye a ninguna
nación de la unión libre con otra nación, por encima de hemisferios y
continentes. En segundo lugar, porque su objetivo último no se circunscribe a
una región determinada del globo, sino al globo entero: la unión mundial de los
pueblos libres. Este modelo sólo puede llevarse a cabo a través de la lucha de
clases revolucionaria encabezada por el proletariado, que irá rompiendo la
cadena imperialista mundial que somete a los pueblos sucesivamente por sus
eslabones débiles, por los puntos donde se vaya fijando en cada momento la
crisis desestabilizadora del sistema imperialista de relaciones
internacionales. Estos eslabones, como naciones libres del yugo imperialista,
se irán uniendo en una federación internacional, independientemente del lugar
del planeta en que se encuentre cada una de ellas. El mejor modo de
obstaculizar o impedir una Europa unida imperialista no consiste en hueras
adjetivaciones alternativas ni en parches reformistas –por muchas falsas
expectativas que la negativa popular en los referendos haya abierto en este
sentido–, sino en empezar en el seno mismo de Europa la obra revolucionaria.
Una base de apoyo de la Revolución Proletaria Mundial en el corazón de Europa.
¡Sería un magnífico comienzo!
7-J
Los poderosos del imperio se han quedado helados. Lo
dijeron el primer día y luego lo acallaron. Es peligroso; mejor no difundirlo.
Pero ya está aquí. El mensaje más terrible. Los suicidas de Londres eran
británicos, de clases acomodadas y educados por la civilizada, cosmopolita y
democrática metrópoli en la tolerancia y los privilegios del modo de
vida occidental. Ése que Blair dice que hay que defender a toda costa; es
decir, a costa de quebrar las espaldas del mundo, a costa de mantener por la
fuerza las materias primas y las fuentes de energía a precios ruinosos para los
pueblos, a costa de la pobreza ajena. Por descontado, se defenderá. Después de
todo, es la mejor forma de que cada uno tenga claro su sitio; es la forma de
que los ricos sepan dónde están los pobres y de que los pobres sepan dónde
queda la riqueza; es la mejor manera de saber dónde poner la frontera, para que
cada uno no olvide dónde está ni quién es. Y es así que, aclaradas las cosas,
los ricos sabrán contra quién protegerse y desde dónde vendrá el peligro. Serán
pobres y de fuera. El mundo estaba organizado así y el 7-J ha destruido
este mundo. Y la histeria se ha adueñado de los responsables políticos de
Occidente, de los responsables de salvaguardar el modo de vida, de instalar y
vigilar la frontera, de poner el brazalete al pobre para que las personas
decentes sepan cuándo deben cambiar de acera. Ahora, todo se ha trastocado. La
frontera se ha esfumado. El peligro está aquí y es invisible, no lleva
brazalete. Puede ser cualquiera. El amable vecino que durante años te bajaba la
bolsa de la basura puede dejarte un día una bolsa de dinamita debajo del
asiento del autobús. Antes, el pobre venía saltando el Muro o la alambrada
deslumbrado por nuestros escaparates. Antes, era fácil: el pobre era el
terrorista. Lógico. El hambre es la madre de la desesperación. En los 70, el
campesino se hacía guerrillero en África o América Latina por hambre. El miedo
es la madre del odio. En los 90, el militante palestino se inmolaba debajo de
los tanques sionistas cargado de bombas. Después de todo, con seguridad pronto
sería asesinado por el ocupante de una forma u otra. Mejor hacerlo llevándose a
algún cerdo por delante. Pero la ecuación se ha roto. El terrorista ya no es el
pobre. ¿Qué está ocurriendo para que la sociedad opulenta no satisfaga ya a sus
hijos? Ocurra lo que ocurra, sus consecuencias son subversivas y van derechitas
al corazón del sistema de valores imperante, y quién sabe si también al del
edificio social. Los suicidas han mostrado a la parte ahíta del globo, a la
parte satisfecha de sí misma de la humanidad, que su mundo hedonista y
materialista no responde a todas las preguntas, que algo hay inaprensible para
esa comprensión pacata y corta de miras que trata como locura lo que no puede
integrar en sus estrechos esquemas culturales. El suicida desesperado es un
desesperado. Normal. El suicida idealista, un fanático. Locura. Algo se escapa
del horizonte visual de la concepción del mundo occidental, pragmática y
burguesa que forma parte esencial de la sociedad y de su progreso. El problema
es que también se nos está escapando a nosotros, porque hemos terminado
impregnados hasta el tuétano del espíritu posibilista que se ha ido fraguando
durante décadas de oportunismo político y de rebaja constante no sólo de los
ideales emancipatorios del comunismo, sino también de su programa. La
vanguardia que tiene hoy día la clase obrera es indigna de quien dice representar,
y no da la talla, ni de lejos, de la altura a la que han puesto el listón los
destacamentos de avanzada de otras clases sociales en pie de guerra. Y no
decimos que haya que ir cargado de bombas por ahí. Sólo señalamos que la
escuela en la que se educan los representantes del proletariado es la de
la molicie, el perfil bajo y el consenso. Los representantes acompañan
al rebaño y se distraen cuando éste se detiene a pacer. Son representantes
en el pleno sentido. La pura imagen del borrego, del obrero medio, del
aristócrata de manos callosas, ignorante y consumidor compulsivo de ignorancia.
¡Y algunas vanguardias lo llevan por honra! Tal para cual. No hemos
aprendido la lección. La clase de vanguardia, en la retaguardia. ¿Será para
otorgar cierta dignidad a sus representantes? Esta escuela ha fracasado.
Es incapaz de generar nada que levante un solo dedo contra el statu quo.
El sindicalista, el huelguista, el piquetero, el voluntario… Estas
especies han dominado el medio obrero, su movimiento, y se han erigido en
fieles representantes, en genuinos productos suyos. Ahí está el mal. En sus
mocedades, el proletariado quería incendiar la pradera desde el chispazo
espontáneo de las masas. Algo chamuscaron, en verdad, la Comuna y los soviets.
Pero esa yesca no daba para más. Esta vía de excitación de los acontecimientos
revolucionarios empezó a morir con los espartaquistas alemanes y agonizó con
los comités de fábrica turineses de 1920. Como residuo de las cenizas del mito
quedaron el funcionario sindical y el parlamentario. Era precisa otra vara de
medir diferente del movimiento y de sus altibajos. Se necesitaba algo que diera
continuidad a la iniciativa revolucionaria. No esperar a que se desbordase el
vaso. Contribuir a llenarlo. Lenin dio la idea. El Partido. Independiente del
estado del movimiento, formado por convencidos, militantes seguros y
sacrificados y, sobre todo, por no representantes del obrero medio. El
líder de la lucha del día proyectado como representante ha fracasado y
ha escrito una página oscura de la historia de la clase obrera. Es preciso
independizarse del medio, principalmente cuando la medianía se erige en su representante.
Es preciso superar los límites que imponen lo ordinario, la normalidad
y las reglas del juego. El obrerismo y el economicismo en general están
en bancarrota. Han martilleado nuestras cabezas con la letanía de que de la
miseria sale la revolución, de que el modelo a seguir es el líder obrero,
de que nunca se pueden superar las posibilidades del movimiento… Y nos
han castrado. Otros nos muestran de nuevo el camino. Un camino que un día
recorrimos y que volvimos a desandar. Se organizan en torno a una idea, no por
necesidad. Tienen una concepción del mundo global y totalizadora como
alternativa, capaz de ser enfrentada a la ideología dominante. Creen que merece
la pena darlo todo. Conocen el objetivo final y cómo alcanzarlo. No vienen ni
de fuera ni de abajo. Conocen a su enemigo desde sus entrañas… Ésta sí es una
vanguardia digna de su clase. ¡Qué envidia! ¡Y qué tiempos…!