I CENTENARIO DEL
ENSAYO GENERAL DE LA REVOLUCIÓN PROLETARIA
Hace ya un siglo, en 1905, el proletariado ruso abría las puertas hacia la gloriosa gesta de 1917, convirtiéndose en la vanguardia del proletariado internacional, y sustituyendo en ese papel a la clase obrera alemana, cuyos líderes del Partido Socialdemócrata Alemán (ese “partido revolucionario que no hace la revolución”) la habían confinado a mera pieza política (o más bien a sus sectores privilegiados) dentro del sistema de dominación y reproducción capitalista.
Hacia el estallido
revolucionario
Junto a esto, a finales del siglo XIX, Rusia iniciaba,
principalmente a iniciativa estatal, un rápido proceso de industrialización,
que se centraba principalmente en los grandes núcleos urbanos y con una gran
participación de capital extranjero (especialmente francés y británico). Una de
las principales consecuencias de este proceso fue la vertebración de un
creciente proletariado, cuyo número se había cuadruplicado durante la segunda
mitad del siglo XIX. Así, el movimiento obrero ruso con las primeras grandes
huelgas que buscaban concesiones económicas, hacia 1885. Este movimiento
huelguístico adquirió dimensiones crecientes y tintes políticos en los años
siguientes, culminando en los sucesos de 1905.
Paralelamente, la vanguardia revolucionaria del
proletariado ruso, cuyo nacimiento, por poner una fecha, podríamos cifrar en 1883
con la creación del primer círculo marxista clandestino importante
(Emancipación del Trabajo), se forjaba y fogueaba en la lucha contra los elementos
burgueses y oportunistas que pretendían regir la iniciativa revolucionaria del
pueblo ruso.
El primero de ellos fue el populismo, que aparece en
la década de 1870. Los populistas veían en el campesinado la fuerza principal
de la futura revolución y, horrorizados ante los traumas y miserias sociales
que supondría la introducción del capitalismo en Rusia, veían la posibilidad de
transitar directamente al socialismo a través de la tradicional comunidad
campesina o mir, en la que veían ya su germen. Fracasada la idea de
levantar a la masa campesina (la llamada “marcha del pueblo”), la táctica por
la que optaron los populistas, de los naródniki a los
social-revolucionarios, fue la del terror individual para excitar los ánimos de
las masas y eliminar a los representantes de la autocracia.
Para derrotar al populismo, el marxismo revolucionario
encontró su primer aliado en el denominado “marxismo legal”, una corriente de
pensamiento surgida en la década de 1890. Este “marxismo legal” fue la cortina
ideológica que algunos sectores de la raquítica burguesía rusa utilizaron para
justificarse a sí mismos, absolutizando los aspectos positivos que Marx había
visto en el desarrollo del capitalismo (todo lo contrario de lo que habían
hecho los populistas), usando el lenguaje de su obra pero castrando su espíritu
revolucionario (P. Struve, representante de esta corriente, había llegado a
decir “se puede ser marxista sin ser socialista”). No obstante, esta corriente
acabaría degenerando rápidamente hacia el más descarado liberalismo.
Por su parte, los marxistas revolucionarios se habían
organizado rápidamente a partir de círculos clandestinos, que se unieron en
1898 en el Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia (POSDR).
Sin embargo, en su seno pronto surgieron nuevas
divisiones. La primera fue la del “economismo”, surgido al calor de los éxitos,
principalmente económicos, del movimiento huelguístico y que defendía que la
clase obrera debía concentrarse en sus luchas inmediatas, dejando en un segundo
plano las tareas políticas. Lenin combatió esta tendencia desde las páginas de Iskra
y con su célebre obra ¿Qué hacer? (1902), en la que, además de consagrar
la ideología como motor fundamental en la construcción del partido
revolucionario (“sin teoría revolucionaria no puede haber movimiento
revolucionario"), analiza los fundamentos de éste, centrándose en su
aspecto principal, la organización de la vanguardia.
La segunda escisión no tardó en llegar, produciéndose
en el II Congreso del POSDR (1903), en el que el partido se dividió entre
bolcheviques y mencheviques. Esta división puso a la orden del día nuevas y más
elevadas tareas, ya que los mencheviques, aunque no negaban la necesidad de la
organización política del proletariado, consideraban, haciendo gala de una
interpretación dogmática y mecánica del marxismo que identificaba hasta el
extremo las tareas políticas con el sujeto que las ha de llevar a cabo, que ya
que la cercana revolución era de carácter burgués, debía ser la burguesía la
que llevara la iniciativa, manteniéndose el proletariado a la zaga. Los
bolcheviques, por su parte, consideraban a la clase obrera como el actor
principal y como el más decidido combatiente contra la autocracia. Además,
entendían fundamental para el éxito de la futura revolución la alianza del proletariado
con el campesinado (al que los mencheviques apenas prestaban atención,
considerándolo una clase esencialmente reaccionaria). La revolución de 1905
daría la razón a los bolcheviques.
Por otro lado, poco antes del estallido
revolucionario, la política expansionista rusa le explotó al zar en la cara. La
expansión rusa en Extremo Oriente pronto chocó con el imperialismo japonés, el
poder emergente en la zona. Las manzanas de la discordia eran Manchuria y
Corea, aperitivo de la aún más suculenta China. El desdén de los generales
zaristas ante los “monos” japoneses se tornó en pavor ante los sucesivos
desastres militares rusos que irán jalonando la guerra desde su comienzo, en
febrero de 1904. Los reveses en la guerra no podían sino redundar en las miserias
que padecía el pueblo ruso (los “éxitos” huelguísticos habían conseguido
reducir la jornada laboral de los obreros rusos a once horas y media), haciendo
aún más insoportable la opresión autocrática.
La primera revolución rusa
A finales de diciembre de 1904, el despido de varios
obreros de la gran fábrica Putilov en San Petersburgo, había provocado el
inicio de una creciente ola de huelgas que se extendió por la capital. El 8 de
enero [1] hay
ya más de 150.000 obreros petersburgueses en huelga. En palabras de Lenin:
“Quedaron paralizados toda la industria,
todo el comercio y toda la vida pública de la gigantesca urbe de millón y medio
de habitantes. El proletariado demostraba con hechos que la civilización
moderna está sostenida por él y sólo por él, que es su trabajo el que crea la
riqueza y el lujo, que toda nuestra ‘cultura’ descansa sobre sus hombros.”[2]
Al día siguiente, domingo 9 de enero, el pope ortodoxo Gapón
había convocado a través de su Sociedad de Obreros Fabriles Rusos de San
Petersburgo, organización obrera apadrinada por la policía, una multitudinaria
marcha hasta el Palacio de Invierno, residencia del zar, para entregar una
petición a su “padrecito” autócrata, que incluía principalmente demandas
económicas, amén de algunas reivindicaciones políticas de carácter democrático.
La multitud marchó pacíficamente, portando iconos, retratos del zar y entonando
himnos patrióticos y religiosos. Al llegar frente a Palacio, las tropas
disolvieron la manifestación a balazos, dejando un millar de muertos y muchos
más heridos. Era el “Domingo Sangriento”, el día que quebró definitivamente la
ya agónica fe del pueblo ruso en su “padrecito”. Este salto puede ser
simbolizado por el propio Gapón, quien, después de los sucesos, escribió:
“Las
sangrientas jornadas de enero en Petersburgo y en el resto de Rusia han hecho
que se enfrentaran, cara a cara, la clase obrera oprimida y el régimen
autocrático, con el sanguinario zar a la cabeza. La gran revolución rusa ha
comenzado.”[3]
Inmediatamente se levantaron barricadas por toda la ciudad,
a la par que las masas, espontáneamente, asaltaban depósitos de armas y
alimentos, teniendo lugar las primeras escaramuzas con las tropas zaristas. El
malestar y las huelgas se extendieron como la pólvora, mezclándose en Polonia,
el Báltico y el Cáucaso con la agitación nacionalista. Era el principio de una
serie de crecientes oleadas huelguísticas que culminarían a finales de año.
La revolución mostró el verdadero temple y los objetivos
reales de las distintas clases. Confirmó las ideas bolcheviques sobre la
necesidad de la dirección proletaria en la revolución democrática contra el
régimen autocrático y semifeudal, contraviniendo las ideas mencheviques sobre
la pusilánime burguesía liberal, dispuesta a aferrarse a cualquier espantajo
parlamentario que el zar le ofreciese, como se demostrará en el mes de octubre.
También dio la razón a los bolcheviques, de nuevo contra la opinión
menchevique, en cuanto a que la principal reserva de la revolución la constituía
el campesinado, y en la necesidad de forjar una alianza entre éste y el
proletariado (Lenin, en su lucha contra los mencheviques, lanzará la consigna
de “dictadura democrática del proletariado y el campesinado”). De hecho, una de
las causas del fracaso revolucionario puede hallarse en la falta de
coordinación entre las acciones en las ciudades y en el campo.
La revolución fue de marcado carácter espontáneo y ninguno
de los grupos que se pretendía de la revolución consiguió ponerse a su cabeza.
Los social-revolucionarios se enfrascaron en una campaña de atentados
individuales que, a pesar de algunos éxitos como la eliminación del gobernador
general de Moscú, en julio, no consiguió enlazar con el movimiento espontáneo
de masas. Los mencheviques, por su parte, se mantuvieron a la zaga de la
burguesía liberal.
Los bolcheviques, a pesar de no poder trepar hasta la cabeza
del movimiento revolucionario, recibieron una importante experiencia en el
trabajo de masas y en la acción política a gran escala que, junto a los enormes
pasos dados ya en la constitución del partido y el consiguiente deslindamiento
ideológico, les permitirían convertirse en dirección del movimiento
revolucionario doce años más tarde.
En mayo, el movimiento huelguístico se reactivó de forma
ampliada. Por doquier, la multitud de huelgas dispersas de carácter económico
se convertían o entrelazaban con grandes huelgas de masas de marcado signo
político, a las que se sumaba el estudiantado radical. La inquietud se comenzó
a extender por el campo, lo que inevitablemente afectó al ejército (compuesto
en su inmensa mayoría por campesinos), produciéndose numerosos motines, desde
Vladivostok a Varsovia, el más célebre y legendario de los cuales fue la
sublevación en junio de la tripulación del acorazado Potemkin, de la flota del
Mar Negro. Además, por estas fechas también, tuvo lugar un acontecimiento
fundamental para el curso de la revolución y que acabaría suponiendo un hito en
el desarrollo revolucionario de nuestra clase: la constitución del primer
soviet de obreros en la gran fábrica de Ivánov-Voznesiensk, a unos 200
kilómetros al noreste de Moscú. Este órgano, instituido para representar a los
obreros en sus reivindicaciones económicas, adquirirá muy pronto funciones
políticas.
El zar, que tras los sucesos del “Domingo Sangriento” había
permanecido impasible, empezó a preocuparse y, en agosto, el ministro del
interior, Buliguin, publicó las normas destinadas a regir una especie de
parlamento o Duma. No obstante, las atribuciones de esta Duma eran tan
reducidas (se la limitaba a mero órgano consultivo de las leyes que el gobierno
se dignara a presentarle), y su constitución tan restrictiva (en la práctica
sólo permitía la participación de un limitado número de grandes terratenientes
y capitalistas), que en pleno ascenso del movimiento revolucionario, pocas
fuerzas opositoras se tragaron el anzuelo. Los revolucionarios, con los
bolcheviques a la cabeza, declararon el boicot a este señuelo y la "Duma
de Buliguin” fue barrida por la vitalidad de los acontecimientos sin ni
siquiera tener la oportunidad de reunirse.
“Nosotros, dirigentes del proletariado
socialdemócrata, hemos hecho en diciembre como ese estratega que tenía tan
absurdamente dispuestos sus regimientos, que la mayor parte de sus tropas no
estaban en condiciones de participar activamente en la batalla. Las masas
obreras buscaban instrucciones para operaciones activas de masas y no las
encontraban.”[4]
Es decir, las reformas y las concesiones fueron un
subproducto de la lucha revolucionaria que apuntaba directamente a los pilares
de todo el edificio autocrático. Y ésta es también, si se nos permite traspasar
el plano meramente político, una gran lección histórica de toda la experiencia
revolucionaria del siglo XX (el Ciclo de Octubre), cuando todas las reformas
(el tan cacareado Estado Benefactor…) no fueron sino migajas dadas por la
burguesía ante un movimiento comunista aparentemente pujante que buscaba
destruir todo el sistema de dominación capitalista. Esto es algo sobre lo que
deberían reflexionar seria y honestamente todos aquellos que, hoy en el Estado
español, autoproclamándose revolucionarios, olvidan o relegan para las calendas
griegas el horizonte estratégico del Comunismo, con las tareas que nos impone,
y se centran en demandas tales como la III República, etc.
El epílogo de los acontecimientos revolucionarios, a
pesar de mantenerse la inquietud en el campo y de las episódicas huelgas, lo
marca la convocatoria de la I y II Dumas.
La I Duma, que se extiende de mayo a julio de 1906,
estuvo dominada por los kadetes y fue boicoteada por los bolcheviques.
Lenin se mantuvo atento a cualquier signo de revitalización del movimiento de
masas. Esta confianza en el movimiento espontáneo de masas por parte del
ideólogo del partido proletario de nuevo
tipo puede resultar curiosa si obviamos que, al fin y a la postre, Lenin no
dejó de educarse políticamente en el seno de la II Internacional, es decir, en
la interpretación que del marxismo hicieron los dirigentes de la
socialdemocracia alemana, que confiaban en el inevitabilidad del derrumbe del
capitalismo “por sí mismo” y nunca se avinieron a afrontar seriamente las
tareas de la revolución proletaria, lo que daba un amplio margen al
espontaneísmo y al practicismo (“el movimiento lo es todo”, había dicho
Bernstein). Lenin y los bolcheviques consiguieron desembarazarse, aunque nunca
del todo, de algunas de estas premisas, y en función de esta ruptura, siempre
incompleta, es como hay que valorar los éxitos y limitaciones del bolchevismo.
El boicot fue un fracaso y los bolcheviques ya
participaron en la II Duma (marzo a junio de 1907), más polarizada por la
bancarrota de los kadetes, desenmascarados ante las masas por sus tratos
con la autocracia. Aquí, los bolcheviques recibieron una muy provechosa
experiencia en el manejo del parlamentarismo, siempre supeditado a la agitación
y a la lucha revolucionaria de masas.
La Duma fue disuelta el 3 de junio de 1907 mediante un
golpe de mano del nuevo Primer Ministro Stolipin, poniendo fin definitivo a la
primera revolución rusa. Como ya hemos dicho, la experiencia práctica de masas
que adquirieron los bolcheviques, junto al deslindamiento ideológico y la
consiguiente construcción del partido, les permitieron en octubre de 1917
colocarse, esta vez sí, a la cabeza del movimiento de masas y dirigirlo hacia
la toma del Poder, hacia el inicio de la Revolución Socialista.
La revolución rusa de 1905 también nos permite
establecer algunas reflexiones de candente actualidad, en vista del panorama
que presentan las concepciones políticas entre los elementos de vanguardia del
Estado español.
En primer lugar, la revolución de 1905 nos muestra el
grado de madurez histórica alcanzado por la clase proletaria. Las masas
obreras rusas no sólo fueron capaces de organizar por sí mismas sus luchas
económicas, sino que fueron más allá articulando demandas de carácter político
(incluso cuando la burguesía liberal, al calor de cuyo movimiento se habían
engendrado las gestas proletarias decimonónicas, había abjurado de sus deberes
históricos, pasando al campo de la contrarrevolución), llegando incluso a
generar espontáneamente la insurrección. No obstante, llegados a este punto, el
movimiento espontáneo de masas se muestra incapaz de ir más allá. Se hace obvia
la necesidad del Partido, garante de la independencia política del proletariado
para evitar que sus esfuerzos sean encauzados por clases antagónicas. Formado
por estrategas revolucionarios, con una visión global del campo de batalla
entre clases, con la revolución como horizonte y con los necesarios vínculos
políticos y organizativos con las masas. De esta verdad la revolución rusa nos
muestra prolijos ejemplos, tanto “negativos” (1905), como positivos (1917).
Hoy día, cuando el obrerismo y el practicismo hacen
estragos entre los círculos de vanguardia, los autodenominados “comunistas”
parecen olvidar esas lecciones, subestimando la capacidad de autoorganización
de las masas obreras (las luchas contra los despidos o por la subida de
salarios saben organizarlas los obreros solos y no pueden ser nunca la tarea principal
de la vanguardia, y menos en momentos de raquitismo político como éste),
arrastrándose tras su movimiento espontáneo y olvidando sus verdaderas tareas:
procurarle a la clase su independencia política y volver a colocar la
revolución proletaria como referencia; en una palabra, reconstituir el Partido
Comunista.
Sin embargo, la experiencia histórica del proletariado
ha sancionado la ideología, los principios, como el agente principal en la
constitución del Partido. Y aquí nos encontramos con nuevos problemas y
paralelismos con la revolución rusa.
El marxismo se encuentra siempre en un estado de
permanente revolucionarización (lógico, proviniendo de su naturaleza
revolucionaria, que es reflejo teórico de su capacidad de adaptación constante
a una realidad que tampoco permanece estática). Su desarrollo y sus triunfos
siempre han resultado de la lucha entre los que lo entendían, de una forma u
otra, a modo de recetario de fórmulas acabadas y quienes lo han comprendido
vivo y en movimiento. De esta “eterna” lucha entre catecúmenos y creadores (en
realidad, éstos, los únicos marxistas consecuentes, los únicos
revolucionarios), Lenin destaca genialmente entre los segundos. Supo aplicar
este marxismo vivo a las condiciones específicas de la revolución rusa y luchó,
siempre que sus consecuencias afectaban al desarrollo de esta revolución,
contra esa teoría amortajada que era el marxismo de la II Internacional, y cuya
expresión más acabada en Rusia eran los mencheviques. El aporte leniniano
terminó por suponer para el marxismo un desarrollo de carácter universal, el
marxismo-leninismo, que bien se puede centrar principalmente (no decimos
que esto agote el leninismo) en torno a la cuestión del partido de nuevo tipo,
habiendo visto en la dialéctica vanguardia-masas el principal mecanismo de
desarrollo revolucionario de la clase obrera.
Actualmente, cuando la postración y la inanición
política de la clase obrera y de sus sectores más avanzados han alcanzado
niveles inauditos, sucede algo parecido. Ante esta terrible situación, ha
llegado la hora de que, entre los elementos de vanguardia del proletariado, se
dé una seria reflexión sobre la validez actual de muchas formulaciones e
instrumentos. La Nueva Orientación surge precisamente en este contexto (por
supuesto, y para los malintencionados, no queremos decir que la Nueva
Orientación suponga un desarrollo del marxismo comparable al leninismo, sino
que creemos que es precisamente el marxismo-leninismo aplicado a las
condiciones del Ciclo de Octubre finalizado, con el comunismo en un estado de
liquidación sin precedentes a todos los niveles: político, organizativo e
ideológico).
El marxismo ha perdido esa posición de referencia, no
sólo a nivel de las luchas obreras, sino también a amplio nivel social, que un
día ocupó. Los círculos de vanguardia que actualmente, y en el mejor de los
casos, se postran ante el movimiento espontáneo de las masas para intentar,
desde allí, elevarlo a su posición, no comprenden este cambio fundamental,
propio del final del Ciclo de Octubre. Las masas, actualmente, no entienden ni
pueden entender, puesto que se han perdido los resortes culturales que un día
existieron –esa posición de referencia social–, el discurso revolucionario. A
su vez, la historia ha demostrado, para quien quiera verlo, que el movimiento
espontáneo de la clase no genera revolución, sino más conciencia burguesa y
autoafirmación del obrero como tal obrero, como engranaje del mecanismo
capitalista. Para superar esta situación el obrero sigue necesitando
consciencia, ideología, y proporcionársela es precisamente la tarea de la
vanguardia. Sin embargo, aquí nos encontramos con un discurso que ya no vale, y
no sólo por la quiebra del llamado “socialismo real”, sino porque él mismo
acabó convirtiéndose en un recetario de fórmulas que la historia terminó
finalmente por desgastar, de forma muy similar al doctrinarismo socialdemócrata
de corte kautskiano al que tanto combatió Lenin. Y éstas son precisamente las
tareas que plantea la Nueva Orientación, a saber, la reconstitución de este
discurso desde la lucha vivificadora entre los sectores de vanguardia que lo
restituya en esa posición de referencia y lo vuelva a convertir en un
instrumento transformador válido. Así, reconstitución ideológica del comunismo
como paso previo, y a la vez indisoluble, de su reconstitución política y pilar
básico de toda futura edificación revolucionaria. Éstas son las tareas que
tenemos planteadas, y que la Nueva Orientación pone a la orden del día, los que
queremos volver a transitar por la senda que ya un día nos mostró Octubre.
[1] Usamos para las fechas el calendario juliano, vigente en la Rusia de la época y con 13 días de retraso con respecto al gregoriano, instaurado en el país tras la Revolución de Octubre.
[2] LENIN, V. I.: Jornadas revolucionarias de 1905. Diógenes. México D. F., 1973; pág. 26.
[3] Ibídem, pág. 46.
[4] LENIN, V. I.: Enseñanzas de la revolución. R. Torres. Barcelona. 1976; pág. 14.
[5] Ibídem, págs. 14 y 15.
[6] Ibid., págs. 24 y 25.